—On, no.

—Oh, sí —se lamentó Marinette—. De todos los leprechauns de la comunidad...

—Te tenía que tocar a ti, sí —la compadeció Alya, palmeándole el hombro—. Lo lamento por ti, pero eres la leprechaun más paciente de toda la comunidad. Probablemente seas la única capaz de hacer el trabajo sin terminar en una trifulca.

—Ni te imaginas lo que me reconforta escuchar eso... —ironizó Marinette, rodando los ojos.

Alya empezó a reír, recogiéndose su melena rojiza en una desenfadada coleta. De tanto cargar agua tenía las mangas de su túnica color mantequilla totalmente húmedas. Por suerte, su corsé y sus pantalones eran de cuero vegetal, lo que la había protegido de las desventuras del trabajo.

—Entonces, ¿nos vemos esta noche para celebrar? —preguntó Alya antes de despedirse.

—Si llego viva... —suspiró dramáticamente Marinette, logrando que Alya se riera una vez más—. Si llegas antes, ¡guárdame un poco de hidromiel!

—¡Eso está hecho!

Alya se alejó, volviendo al trabajo y Marinette no tuvo más remedio que volver al suyo. Quiso atrasar lo inevitable lo más posible, cuidando mucho que su zona estuviera completamente perfecta, y deseó con todas sus fuerzas regresar a su trabajo habitual fabricando botas antes de dar el siguiente paso en su trabajo comunitario.

Cuando vio nacer al último trébol supo que ya no podía atrasarlo más. Inspirando hondo, emprendió su camino hacia el área montañosa del norte.



Jamás el invierno había resultado tan desesperante para Adrien como en aquel año. Había buscado por todo el castillo en espera de encontrarla, pero había resultado imposible. Su cabello estrellado estaba muy lejos de él, estaba seguro, pero eso solo lo hacía aún más incomprensible. Su ropa, aunque no seguía exactamente el estilo de ninguna de las hadas del palacio, era innegable que emulaba la esencia del invierno, de las hadas. Había desaparecido de la cascada, sin dejar rastro, saltando al vacío del mar. Tenía que haber usado sus alas, era la única razón posible.

Adrien suspiró, derritiendo una capa más de la cascada. Adrien había vuelto innumerables veces a aquel lugar en espera de encontrarse de nuevo con ella, pero no había sido así. Se había ofrecido voluntario para trabajar la zona sur, que era una de las más duras, como última esperanza de volver a verla. No había sido así. Adrien suspiró de nuevo, derritiendo una capa más.

Una agradable y súbita corriente de aire lo sacudió, despejándole los pensamientos.

—Ahora es cuando me das las gracias —dijo Kagami, volando junto a él. En sus manos tenía una pequeña voluta de viento frío que empujaba a voluntad.

—Gracias Kagami —respondió Adrien, recolocándose el pelo—. Me hacía falta.

Kagami llevaba su uniforme con una rectitud que parecía irreal. La túnica plateada ondeaba gracias al calculado movimiento de sus alas y la armadura brillaba ante el sol de primavera. Se había recogido el corto cabello oscuro con dos intrincadas trenzas en los laterales de su cabeza. Por un segundo, Adrien se preguntó si podía tratarse de Kagami, si sería ella la joven misteriosa. Quiso desechar rápidamente la idea, era totalmente imposible. Él y Kagami eran amigos de toda la vida, habían sido compañeros de baile en innumerables galas de palacio y jamás había tenido esa sensación de... Pero, si no era ella, ¿quién?

—¿Adrien? —lo llamó Kagami, enarcando una ceja—. ¿Necesitas refrescarte un poco más?

—No, gracias, perdona —respondió Adrien rápidamente—, solo que la corriente del río no parece fluir como debería, aunque llevamos trabajando en ella toda la mañana.

El legado de los duendesWhere stories live. Discover now