Al fondo había dos estanterías curvas. Una estrecha con los zapatos terminados y otra enorme llena de materiales.

Aquel era su pequeño espacio, todo suyo los 365 días del año. Justo debajo estaba la panadería, que aprovechaba las redes subterráneas entre las casas de los leprechauns para estar accesible todo el año, sin importar la lluvia, la nieve o los truenos. En los pisos superiores, protegidos cálidamente por la corteza del árbol, estaba la casa de sus padres y, arriba del todo, estaba la suya. La habían construido cuando había cumplido los ciento ochenta años, como un regalo. Tenía acceso a través de una trampilla a las ramas altas del árbol y, en verano, podía ver la noche estrellada y sin nubes.

Marinette se quitó el delantal manchado y lo dejó sobre su silla, observando el exterior a través de su pequeña ventana. Apenas estaba amaneciendo, comenzando el día más frío del año. Inspiró hondo, reuniendo todo el valor que albergaba su corazón. Llevaba todo el año esperando aquel momento, cuando los leprechauns se recluían completamente en sus casas, durmiendo casi todo el día, tratando de olvidar el frío que hacía en el exterior.

Marinette salió de su taller y fue hacia la oquedad en la que se escondía un columpio de madera. Se sentó y apretó los botones metálicos, accionando las manivelas que hicieron que el columpio subiera hasta su habitación. Se descolgó al llegar, sin mirar abajo, y fue directa hacia su armario. Lo abrió, haciendo suavemente a un lado su ropa, y presionó el tablón del fondo para accionar el engranaje. Ahí estaba su pequeño secreto, su tesoro. Y había llegado su día.

Había empezado el día con más trabajo del año, pero también el más liberador de todos. Adrien no tendría que estar pendiente de miradas punzantes lanzadas desde los troncos de los árboles ni esquivar las bolas de nieve que algún leprechaun malhumorado tuviera ganas de lanzarle.

Se colocó las últimas trabillas de su uniforme y suspiró ante el reflejo que le devolvía el espejo. La delicada túnica caía desde sus hombros hasta sus rodillas, con copos de nieve cosidos en hilo de plata. Sobre ella, una armadura plateada con hombreras le cubría el pecho. Los pantalones grises se escondían bajo la túnica. Llevaba los pies casi desnudos, únicamente cubiertos por unas telarañas de cristal en los antepiés.

Se colocó las puntas de plata que iban en el extremo puntiagudo de sus orejas y el pendiente redondo y transparente que colgaba de su oreja izquierda. Suspiró, dirigiéndose a la enorme ventana de su habitación.

Debería seguir el protocolo e ir al ala inferior de comandancia para marcar su destino y horario de salida, al igual que el resto de soldados, pero era tan temprano que ni siquiera el hada más madrugadora estaba aún lista para comenzar el servicio.

Adrien saltó, dejando atrás rápidamente el enorme castillo de plata y cristal que se escondía entre las nubes, imperturbable ante las decisiones de la tierra. Se lanzó en picado, convirtiéndose en una estela brillante que refulgía ante la vacilante luz del amanecer. No fue hasta que vio con claridad las copas de los árboles que desplegó sus alas y comenzó a volar según su propio viento.

Sobrevoló los árboles desplegando cristales de nieve según avanzaba. Dio una voltereta en el aire, creando una explosión de copos de nieve que descendieron suavemente hasta tocar el suelo, sin derretirse. Se dirigió al río, que mostraba agujeros en su capa de hielo, seguramente producto de algún animal en busca de los peces que nadaban en las aguas heladas. Rozó la superficie del agua, congelándola lentamente hasta restablecer la perfecta cadena reflectante y sólida que era el río en invierno.

Sobrevoló las orillas del río, ayudando a nacer a diversas flores de nieve que se abrieron como una bendición en aquella mañana tan helada.

Se estaba alejando mucho del castillo, lo sabía, pero se veía incapaz de detener su camino, de disfrutar la libertad que le confería estar completamente solo. Aunque fuera por una vez. Aunque esa oportunidad solo se le brindara un día al año sin temor a represalias. Al fin y al cabo, estaba cumpliendo con su deber, aunque no fuera de la forma que su padre querría.

Un soplo de aire frío le revolvió el cabello rubio, despeinando su correcto y estricto peinado. Lo alzó en el aire, haciéndole perder la estabilidad en el vuelo, y lo arrastró por el bosque. Trató de gobernarlo con sus alas, pero el viento era cambiante y fuerte. Luchar contra él y sus caminos era imposible. Trató de contemplar su alrededor mientras el viento lo arrastraba cada vez más y más lejos del castillo, a zonas del bosque que jamás había explorado antes. Se detuvo abruptamente a las afueras del bosque donde una enorme cascada terminaba el camino del río. Estaba completamente helada, podían verse las piedras que irrumpían el perfecto camino helado, incluso la que, afilada y valiente, rompía el precipicio de la cascada en dos.

Un lugar idílico para contemplar el amanecer. Eso fue lo que pensó Adrien antes de darse cuenta de que había alguien más allí que estaba aprovechando la magia de aquel lugar. Se mantuvo en el aire, contemplándola con duda. Una joven estaba en pie sobre la roca del precipicio. Su vestido blanco brillaba ante la luz del día como la misma nieve recién caída. Adrien tuvo que acercarse para comprender que eran los copos de nieve maravillosamente cosidos en la tela los que lo hacía brillar así. La parte superior del vestido era un ceñido corpiño blanco con gruesas franjas plateadas cubriendo las costuras. La falda de tul caía desde su cintura, ondeando ligeramente por la brisa. Una capa caía por su espalda, sostenida por una hombrera metálica, que ocultaba sus alas. Su cabello oscuro como la noche, el más oscuro y brillante que había visto jamás. Era precioso, igual que una noche plagada de estrellas. Adrien se preguntó cómo era posible que jamás hubiera visto a alguien como ella en el castillo.

Se acercó a ella, suavemente, temiendo que fuera una ilusión a punto de esfumarse.

—Disculpa... —susurró, cuando estuvo lo suficientemente cerca de ella.

Ella se sobresaltó. Cuando iba a girar el rostro en su dirección, una corriente de aire procedente del fondo del acantilado los golpeó, arrastrando consigo la rebelde agua del mar. Se esforzó por mantenerse en el aire, aunque apenas podía ver. Solo atisbó a vislumbrar cómo ella saltaba al precipicio. Intentó gritar, llamarla, pero no pudo. El viento se detuvo, pero ella ya no estaba. Recorrió veloz los alrededores, pero no había señal de ella por ningún lado. Lo único que pudo encontrar fue un zapato. Lo tomó en sus manos, extrañado. Las hadas rara vez llevaban zapatos, los suelos del castillo siempre estaban pulidos y perfectos y jamás pisaban el suelo cuando estaban en el exterior. El zapato gris estaba ideado para rodear el pie, dándole la misma forma que el pie de un hada en el aire. Pero el delicado tacón de cristal, repleto de minúsculos copos de nieve eternos, hacía que la posición se mantuviera incluso pisando el suelo.

Adrien suspiró, manteniendo el zapato en mano, sin saber cuánto le cambiaría la vida tomar la decisión de mantener ese secreto consigo.

Lunes, 7 de diciembre de 2020

El legado de los duendesWhere stories live. Discover now