INVIERNO

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El mundo bien podía irse abajo que Marinette sabía que no cambiaría su destino pese a haber tenido la oportunidad. Aunque era difícil imaginar que sus acciones, jamás nacidas con la intención de hacer el mal, desembocarían en el más aterrador caos.

Marinette adoraba el verano. Era su época favorita del año. Al menos, eso era lo que le decía a todo el mundo. Era lo que debía decir en realidad, lo que todo el mundo decía. El verano era la época en la que el bosque se llenaba de un intenso verde y el sol les brindaba su mayor tesoro. Era la estación predilecta de los leprechauns, sobre la que tenían influencia y en la que, en respuesta, más ayudaban a la naturaleza.

Marinette guardaba un secreto, una mentira. La verdad que solo ella conocía era que estaba fascinada por la estación más odiada por los leprechauns. Marinette estaba enamorada del invierno. Fantaseaba con los elegantes copos de nieve, con las delicadas flores que crecían en los lugares más insospechados, con el reflejo helado del agua bajo sus pies. Pero en invierno no había hierba que hacer crecer, el sol apenas se colaba unas horas durante el día tras las densas nubes y el frío era tal que obligaba a los animales a encerrarse en sus guaridas, y a ellos también; pero no podía evitarlo. Había sentido un amor completo y total, su primer amor. Siendo apenas una bebé de quince años había visto su primer copo de nieve. Había sido a través de un cristal, escondida en el semisótano de su hogar, sin más opciones que la de pegarse a la redonda y pequeña ventana mientras observaba el perfecto copo de nieve hacer su viaje hasta caer delicadamente en el suelo. Habían pasado doscientos años desde entonces, pero su amor no solo se había mantenido, sino que había empeorado.

Se esforzaba por ocultar sus sentimientos por la estación más gélida del año, ni siquiera su mejor amiga Alya lo sabía y su esfuerzo le había costado. Su amiga era perspicaz como un ave rapaz y afilada como una flecha. Por ello, su mayor hazaña creativa, la que le había llevado semanas de noches a medio dormir y más de un dedo morado, estaba escondida en un lugar seguro.

Marinette se estiró en su asiento de madera, haciendo crujir su espalda y que sus pies se levantaran ligeramente del suelo. A través de la redonda y pequeña ventana de su taller podía ver el exterior helado, dándole a la habitación un aspecto luminoso y fresco. El sol brillaba lejano en el cielo, pero la nieve intacta lo reflejaba con delicia. Se levantó, tomando las botas recién terminadas y llevándolas a la estantería donde esperaban todos los zapatos. Las colocó junto a la etiqueta del encargo finalizado y suspiró.

Su taller era un lugar confortable y cálido, lleno de tonos marrones, verdes y rojizos. Los colores de los leprechauns. Su familia era tradicionalmente panadera, pero la pasión la había llevado por otro lado. Le encantaba diseñar y confeccionar ropa, probar experimentos nuevos y descubrir nuevas formas de aprovechar los materiales... Marinette suspiró otra vez. Los leprechauns no eran muy dados a comprar ropa. Podían pasarse el invierno con el mismo conjunto como si fuera una segunda y cálida piel de la que era imposible desprenderse. Marinette arrugó la nariz ante la idea. No quería decir que los leprechauns fueran unos sucios que se pasaran el invierno oliendo a calcetín viejo, como algunas criaturas del bosque parecían empeñadas en difundir. Pero ciertamente los había que no pisaban el agua hasta y únicamente la gran cosecha del río.

Pese a las reticencias de cambiar de vestuario con mayor frecuencia, había algo que los leprechauns realmente adoraban, sobre lo que eran malditamente quisquillosos, y que destruían con una velocidad irrefrenable: los zapatos. Así era como Marinette había terminado con una pequeña zapatería que cada día tenía más y más trabajo, aunque eso no quería decir que requirieran más y más de su creatividad.

La habitación era un semisótano en el interior de un árbol. La pequeña ventana estaba a ras de suelo e iluminaba su escritorio, donde daba los toques finales a sus zapatos si estaba inspirada, pero más bien era donde se sentaba a diseñar. En el centro de la sala había una enorme mesa llena de proyectos, herramientas y un saquito de clavos roto.

El legado de los duendesWhere stories live. Discover now