Acto I - Aída

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Hace varios días que no me permiten tener ninguna clase de información. Ni periódicos, ni radio, ni siquiera el sonido del pequeño televisor que usa el carcelero justo al final del pasillo. "Órdenes del doctor", fue la única respuesta que conseguí el primer día que pregunté el por qué de esta nueva medida. A partir de entonces, se ha convertido en la broma más cruel que jamás he escuchado en toda mi vida.

Tan repetitivo se ha convertido, tan bajo y cruel se ha vuelto que una nueva pauta ha quedado establecida. Una nueva norma tan simple, pero a la vez tan necesaria, que dudo mucho que sea capaz de conciliar el sueño si alguna vez me falta. Las luces se apagan, pero la llama de mi alma sigue ardiendo. Es esa estúpida frase y más aún la sorna en sus escurridizas palabras, las que apagan mi esperanza.

—Yo no debería estar aquí......—otra nueva pauta.

Soy el pájaro enjaulado que lo único que puede hacer es trinar por su libertad. Mis alas están plegadas en este espacio tan reducido, donde ni siquiera puedo respirar y mi voz gorjea en un fallido intento de elevarse a la sintonía del ruiseñor. A pesar de todo mi imaginación noche tras noche alza el vuelo, despliega sus entumecidas alas y al fin se iguala al pájaro cantor.

El lugar no es nada confortable. Hace frío y huele mal. Las paredes están agrietadas y el techo se encarga de guardar los nombres y recuerdos de todas aquellas personas que alguna vez ocuparon mi lugar. Escucho los gritos y las protestas de las otras al final del pasillo. Sus argumentos son indescifrables y sus maneras bastante hoscas.

Víctimas de la desesperación y la injusticia, como todas alguna vez lo fueron aquí. Aún así, son ellas las que conforman mi compañía en las noches de vigilia. No hay palabras entre nosotras, nunca las hubo, pero este silencio es el lazo más fuerte que nos une. Un silencio de respeto. Un silencio de comprensión. Pero sobre todas las cosas, un silencio de compasión.

"No tengas miedo", se oye en el silencio.

—Te he echado de menos.

La sonrisa se dibuja en mis labios sin apenas pensarlo. El colchón sobre el que me acuesto es lo más parecido a un duro y plano trozo de latón, en el que jamás he tenido el gusto de tumbarme. No tengo nada, ya no poseo ni un mísero recuerdo de todo cuanto había tenido. Ya nada tiene importancia, sólo quiero estar tumbada con mis manos enlazadas sobre mi pecho.

Mi mirada está fija en el techo, con sus misteriosas manchas de humedad, pero mis ojos vislumbran directamente el cielo. Un cielo de nubes claras y sonidos del viento.

Ni siquiera es necesario el eco rítmico de sus pasos en el pasillo. Es la hora, y esa colonia tan barata suya que usa sin ninguna discreción, me indican que por fin ha llegado y que sin lugar a duda son las cinco y media de la tarde.

—¿Sabes lo desconcertante que es el hecho de que cada día te encuentre en la misma postura?

El chirrido de óxido que le arranca a las viejas bisagras no es lo suficientemente fuerte como para que abra los ojos y le mire. No presto atención a mi alrededor, menos se lo voy a prestar a él. Las suelas de goma de sus zapatos impiden cualquier sonido a su paso y lo único que me da una ligera pista sobre que esquina ha tomado, son sus comentarios ligeros y su risilla nerviosa. Da la impresión de ser un novato inseguro. De hecho, sospecho que lo es.

—Señora Lizaro, creo que deberíamos hablar sobre el porqué está usted aquí —su voz suena cansada y ansiosa.

—¿Cuántas veces he de decirte que me llames Aída? -—mis labios se estiran y aparece una sonrisa—. Mi padre eligió ese nombre expresamente para mí.

La Canción del Silencio ✔ [TERMINADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora