━ 𝐋𝐗𝐈𝐕: Es tu vida

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Había reflexionado mucho al respecto esos últimos días.

Quería pensar que lo que había visto Hilda sobre su primogénita guardaba relación con lo que esta había vivido en Inglaterra. Al fin y al cabo, la habían herido en batalla y había estado dos días convaleciente, luchando contra la fiebre y la pérdida masiva de sangre. Realmente se había debatido entre la vida y la muerte, de modo que quizás a eso se refiriera la völva con lo de la oscuridad... Aunque seguía sin encontrar la correlación entre eso y el lobo y el zorro que Hilda había nombrado cuando le describió aquel sueño premonitorio.

Sí. Definitivamente había algo que se le estaba escapando.

Aún no había reunido el valor suficiente para contárselo a Drasil, en parte porque no sabía cómo hacerlo. Por no mencionar que no quería preocuparla, mucho menos angustiarla o hacer que se volviera paranoica. Aunque si de algo estaba segura era que no iba a permitir que nada malo le ocurriese. La protegería del mundo entero si hacía falta, y hasta incluso de los mismísimos dioses.

No pensaba perderla, a ella no. Ya había tenido que despedir a una hermana, a un esposo y a dos hijos. No estaba dispuesta a que con Drasil sucediera lo mismo.

Dejó de prestarle atención al tapiz que estaba entretejiendo en el telar para poder mirar por la ventana, a través de la cual se filtraban los últimos rayos de sol. Estaba comenzando a anochecer; el cielo se encontraba cada vez más oscuro, sustituyendo los colores característicos del atardecer por un negro insondable. Abandonó su labor en el telar, decidiendo continuar al día siguiente, y se dispuso a encender varias velas y alguna lámpara de aceite.

No pudo evitar inquietarse un poco, dado que ya era tarde y Drasil todavía no había regresado. Su primogénita había pasado el día con Ubbe, quien había ido a buscarla esa misma mañana, poco después del alba. La Imbatible había tenido la oportunidad de conversar un poco con él —no tanto como le hubiera gustado, pero sí lo suficiente para saber que dejaba a Drasil en buenas manos—, lo que la había hecho retrotraerse a la época de máximo esplendor de Ragnar.

No cabía la menor duda de que era su viva imagen. De todos sus vástagos, Ubbe era el que más se parecía a él, ya no solo físicamente, sino también en esencia. Hasta hacía sus mismos gestos y ademanes y poseía su misma mirada penetrante, aquellos radiantes iris azules que parecían estar dispuestos a comerse el mundo entero.

Debía reconocer que le había sorprendido bastante que acabaran juntos. Si bien era cierto que la atracción que flotaba entre ellos siempre había sido muy palpable, esa conexión especial que los había mantenido unidos desde el instante en que se conocieron, jamás hubiera imaginado que llegarían a ir más allá, rebasando las fronteras del encaprichamiento. Que fuesen capaces de dejar sus diferencias a un lado, así como sus orígenes y lealtades.

Fue en ese preciso momento cuando la puerta de entrada se abrió, revelando la inconfundible figura de Drasil, que ingresó en la vivienda con una sonrisa risueña en los labios. Era evidente que acababa de despedirse del Ragnarsson, a juzgar por el rubor que se había adueñado de sus mejillas y la manera en que destellaban sus orbes esmeralda.

Kaia se cruzó de brazos en tanto la examinaba de arriba abajo.

—Dichosos los ojos —pronunció con un deje divertido.

La muchacha hizo un mohín con la boca, como queriendo disculparse por la tardanza. Se quitó la fina capa que llevaba sobre los hombros y la dobló sobre su antebrazo, justo antes de acercarse a su progenitora y depositar un tierno beso en su mejilla.

—¿El cristiano ya se ha marchado? —preguntó Drasil, reparando en la ausencia del esclavo, a quien no veía por ninguna parte. Aunque aquello no le sorprendió lo más mínimo.

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