13: Universo de secretos y pactos en silencio

727 157 200
                                    

Hubo una temporada, en mi niñez, en que mi madre le tenía fobia al tiempo. Recuerdo que se pintaba el cabello con tintes baratos cada que se veía alguna cana. También recuerdo el excesivo aroma de las cremas rejuvenecedoras que se ponía, y aún conservo en mi mente los murmullos que salían de sus labios cada que se veía al espejo. Insultos, quejas, ojalás y quizás. Todo aquello fue después del accidente, después de que se diera cuenta que todo en su vida había sido un error, incluyéndome.

No fue fácil para ella, nada nunca lo es. Me tuvo joven, a los dieciocho, en algo que sobra decir que fue de una sola noche, y se dio cuenta dos meses después, o eso dice. Sus padres no lo tomaron bien, la sacaron de casa. Y sin trabajo, amigos, un hogar ni dinero logró conseguir un piso barato. Años pasaron y como que algo en ella cambió. Tal vez fueron los monstruos que la asechaban por la noche, o las sombras que la seguían sin parar y se colgaban en detrás de su cabeza, pero el cigarro y el alcohol fueron su consuelo por un largo tiempo, seguramente lo seguían siendo.

Así pues, con ella había aprendido el arte de callar y escuchar. Porque cada vez que se ahogaba en tristeza decía sus más oscuros pensamientos. De ahí la dificultad que tenía de mirar a las personas a los ojos, de ahí mi rara manía de ver mis manos o el suelo cada vez que estaba nervioso. No sabía otra manera de lidiar con situaciones fuera de mi zona de confort. Odiaba los conflictos, odiaba tantas cosas.

Iba a caer de nuevo en el abismo de los sueños hasta que el toque de la puerta hizo darme cuenta en dónde estaba. Abrí los ojos con pereza, mi cuerpo sintiéndose cansado y sin ganas, el arrepentimiento del después me llegó inmediatamente, gruñí.

—Buenos días —escuché a lo lejos, cerré con aún más fuerza los ojos, me di la vuelta hundiendo mi rostro en la almohada. Sentí que me movían el hombro suavemente—. Anda, dormilón, despierta. Ten, aquí te hice un té de limón.

Me levanté lentamente y ahí estaba ella, Doña Rosa, con su sonrisa toda dulce y maternal. No procesé el momento en que me entregó la taza hasta ya segundos después.

—Cuidado, está caliente —acerqué la bebida a mis labios, soplé y di un trago—. ¿Cómo está? ¿Le falta miel?

—Rico —mi voz estaba rasposa, me dolía un poco.

—Me alegra tanto, querido. Pero me tenías bien preocupada, ay no, cuando mi Gabi te trajo estabas tan mal. ¡Con calentura y todo! —negó indignada, sus brazos cruzándose—. A ver, párale de tomar que te doy unas galletas para que tengas algo más que té en tu estómago —recogió del estante un plato y me lo dejó en mis pies—. Cuidado con ensuciar la cama, y no comas tan rápido que te atragantas y ya sabrá Dios el susto que me dará ahora, que ya soy mayor para tanta sorpresa.

Sentí ardor en mis ojos y asentí. Comí la primera galleta, luego la segunda y finalmente una tercera. Entonces, como me sentía triste pero feliz, recogí el té y seguí tomando, mientras Doña Rosa me miraba con sus ojos café llenos de dulzura y preocupación.

—Bien, bien —canturreó encantada. Recogió mis platos y los dejó a un lado—. Ahora dime, muchacho, ¿estás bien? —su pregunta quedó en el aire unos momentos, lo pensé un poco antes de responder:

—Sí, ya no me duele nada. Quizá un poco la cabeza y mi garganta, pero sigo vivo.

—Hay dolores más fuertes que los que vemos. Mi pregunta va dirigida al otro tipo de dolor, no el que sientes, sino el que vives, así que dime, Valentino, ¿estás bien?

Y no sabía si lo estaba.

—No tienes que responder, pero no es normal tomar hasta olvidarlo todo.

—Nos escuchó —a mí y a Gabriel, lo que había dicho antes.

—La casa es pequeña, después de todo.

Cenizas de un hombre muertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora