11: Distracciones y planes para la noche

835 162 276
                                    

Habían pasado algunos cuantos días desde el desastre en el bar y la escapada juvenil que Matías, Gabriel y yo nos dimos. Por lo que tenía entendido, el chico de las bufandas se había quedado unos días en la casa de una amiga suya para evitar preocupar a su mamá, y según lo que me contó Gabriel sus golpes ya no eran tan prominentes por lo que pudo regresar en poco tiempo con su progenitora como si no hubiera pasado nada.

A pesar de ello estaba inquieto, necesitaba ver con mis propios ojos que estaba bien y por insistencia mía Gabriel me llevó a la casa de Matías. Llegamos pasadas de las dos de la tarde, donde el veinteañero nos dio la bienvenida con una gran sonrisa, aquel día el chico de las bufandas portaba orgulloso una de color azul. Nos avisó que su madre estaba rezando en uno de los cuartos de la casa, por lo que platicamos en las escaleras de la entrada un rato. Sin querer queriendo lo agobié de preguntas, pero me respondió sonriendo, como siempre. Al final nos despedimos porque tenía él cosas que hacer. Estando en el carro Gabriel propuso una idea descabellada: ir a montar en caballo. Como digna persona de ciudad nunca lo había hecho y de tan solo pensarlo mi niño interior quedó emocionado. Le pregunté el por qué pues no quería hacer tan obvia mi emoción, a pesar de ello creo que fallé estrepitosamente, pues él me respondió sonriendo con empatía que me veía aún angustiado por Matías y sería bueno para relajarme, al final acepté y, como era de esperarse, no me arrepentí.

Gabriel dijo que iríamos con un conocido suyo que tenía los mejores caballos del pueblo. Lo dijo con esa sonrisa que hacía a mi estómago dar vueltas sin control, provocando un calorcito suave que te hace cosquillas por dentro, a lo que tan solo acepté sus palabras como ciertas y nos encaminamos hacia la casa de ese tal señor. Al final terminó siendo un amigo de la familia que vivía en una casa relativamente normal, con la única excepción de que el patio era gigantesco con un espacio exclusivo para los caballo. Como el cuñado de Tomás ya tenía experiencia, me ayudó a subirme al caballo, guiando al animal mientras yo me relajaba y disfrutaba de la vista. Observaba fascinado cómo los árboles a nuestro alrededor se movían con el viento y cómo ese olor tan característico del pueblo nos iba envolviendo: madera quemada y petricor. Media hora después bajé de la misma manera que subí y acariciamos otro rato más el caballo. Era café, de un tono caramelo y su melena era también marrón, solo que más oscuro y en trenzas. El caballo iba y venía, comiendo el zacate y la fruta que estaban creciendo por ahí. Nos levantamos y nos despedimos del amigo de la familia que anteriormente se había presentado, pero que por cosas de la vida no recordaba su nombre. Él me preguntó, ya estando en el carro yendo en dirección a su casa, que qué tal me pareció. Le dije que bien, y él sonrió grande y me hundí más en mi asiento porque no sabía qué más decir o agregar, eso no pareció desanimarlo.

—La próxima vez vayamos en bici a pasear. Del otro lado del pueblo hay un campo que está lleno de flores —achinó sus ojos, su vista clavándose en la carretera—, ¿o no sabes andar en bicicleta?

—Sí sé, solo que hace años que no lo hago.

—En el garaje de la casa hay dos bicis, creo que solo les falta que les metamos aire.

—Otro día —reí un poco por su infantil entusiasmo—, ya tuve suficiente con lo del caballo.

Con eso, seguimos nuestra conversación sobre caballos y bicicletas. Llegamos a la casa antes de que la noche despertara de su siesta, Doña Rosa nos dio la bienvenida con pan de bolillo y chocolate caliente para el frío que tentaba en congelarnos los huesos y después, como era de esperarse, nos mandó a bañamos para quitarnos el olor a caballo de encima. Primero fui yo y después Gabriel, pues se tardaba siempre en bañarse una completa eternidad, y al terminar nos cambiamos cada uno en habitaciones separadas y nos pusimos la pijama. Esta vez opté unos shorts y una de mis camisas gastadas por el tiempo, aunque traía mis calcetines porque odiaba los zapatos.

Cenizas de un hombre muertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora