4 - 'La protegida'

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4 - LA PROTEGIDA

Hoy vuelvo a estar hambrienta.

De hecho, me despierto en medio de la noche después de el sueño más extraño de mi vida, que incluía notas de piano, cuadros raros, voces más raras todavía y atuendos extraños, estoy envuelta en las sábanas con una capa de sudor frío en la nuca. Me froto la cara, frustrada, y el estómago empieza a rugirme por el hambre.

Pienso en llamar a Trev solo para que me distraiga un poco, pero estará durmiendo y, además... sé que no serviría de nada. Seguiré teniendo hambre. Mierda. Como siga así, voy a tener que comprarme mucha ropa nueva.

Al final, me rindo y salgo de la cama. Tras asegurarme de que no hay nadie a la vista, cruzo el pasillo. Me siento como si estuviera en una película de espías. Bajo a la cocina de puntillas, suplicando que nadie me oiga, y consigo llegar a ella sin ninguna incidencia.

Sin embargo, en cuanto cierro la puerta, la luz se enciende y yo doy un respingo del susto.

Más asustada me quedo cuando me doy la vuelta y veo a Albert, muy tranquilito, sentado en una de las sillas con una pierna sobre la otra, mirándome con una ceja enarcada.

—¿Otra vez por aquí, Genevieve? —me pregunta lentamente. Suena a padre riñendo a su hija.

Trago saliva y trato de pensar en una excusa rápida, pero la verdad es que no se me ocurre ninguna. Tengo tanta hambre que no puedo pensar.

—Tenía hambre —admito, avergonzada.

—Sí. He notado que estos días tienes mucha hambre.

—¿Va a decírselo a Foster o algo así?

Albert repiquetea un dedo sobre la mesa, mirándome con aire pensativo, hasta que finalmente hace una señal hacia la silla que tiene delante de él, al otro lado de la mesa.

—¿Sabes qué, Genevieve? Olvídate de lo de tratarme de usted. Es demasiado formal. Y creo que en los pocos días que llevas aquí hemos adquirido cierta confianza. ¿Por qué no me acompañas un rato?

Creo que nunca me acostumbraré a que alguien con esa apariencia de crío diga cosas más inteligentes que yo, pero asiento y me siento en mi lugar de todas formas. Mi rodilla empieza a subir y bajar ansiosamente. Tengo mucha hambre, en serio. Incluso me estoy mareando.

—Así que estos días tienes mucha hambre —comenta Albert, entrelazando los dedos sin dejar de mirarme.

—Eh... sí. Bueno, quizá es por los nervios.

—Quizá.

—Es lo que dice Foster.

—Ajá.

Le dedico una mirada extrañada.

—¿Puedo comer algo o...?

—En realidad, he pensado que esto podría ayudarte.

Frunzo el ceño cuando se pone de pie y, con su habitual elegancia, va a la encimera y recoge lo que parece un pastelito pequeño. Me lo tiende con una sonrisa amable y vuelve a sentarse en su lugar cuando lo acepto, dubitativa.

—¿De qué es? —pregunto, confusa.

—Eso no importa. Te ayudará.

—No... no llevará drogas o algo así, ¿no? Porque nunca las he probado y no quiero empezar hoy.

—Voy a pasar por alto el hecho de que asumas que quiero drogarte porque hoy estoy de buen humor. Pruébalo y, si no te gusta, déjalo. No es tan complicado.

La reina de las espinasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora