—...pronóstico para hoy, 6 de abril de 1997, es parcialmente nublado con temperaturas mínimas de cuatro grados bajo cero...

El maldito despertador comenzó a sonar a las cinco de la mañana, como siempre. ¿Quién fue el desgraciado que me regaló un radio-reloj? ¿Quién me había mandado a conseguir un trabajo en la otra punta de la ciudad?

—¡Apaga esa cosa! —gritó Marisol, desde debajo de sus sábanas en la cama de al lado.

Estiré mi mano hacia mi mesita de luz, y con la gracia de un zombie, le di unos cuantos manotazos al despertador antes de que lograra apagarlo.

El fresco otoñal golpeó mis piernas desnudas mientras cambiaba mi pijama por un jean y una remera mangas largas debajo de un buzo de colores. Este me quedaba un poco corto y dejaba una franja de mi cintura desprotegida ante el frío, así que agregué una campera a las capas. Tomé mis zapatillas deportivas y arrastré mis pantuflas en la oscuridad hasta que llegué al rellano de la escalera. La luz del comedor estaba encendida y el aroma a café impregnaba el lugar. Me pregunté quién se habría levantado tan temprano. Quizás Gabriel había tenido que salir de emergencia con los bomberos o Ayelén tenía que preparar un examen.

Pero no era ninguno de ellos quien estaba jugueteando con la cafetera. Como si despertara de un bello sueño para caer en la horrible realidad, allí estaba Izan para recordarme que ahora era mi nuevo compañero de residencia.

Intenté ignorarlo mientras cruzaba a su lado, encaminándome hacia la heladera por leche, sin resistir del todo el delicioso olor que salía de la taza que se estaba sirviendo...

«¿Esa no era mi taza?»

—Perdón, Muffin, todavía no llegaron todas mis cosas. Espero que no te moleste que la haya tomado prestado —se disculpó.

—Y yo espero que no te moleste que te pegue una patada en el culo por tomar mis cosas sin permiso —repliqué con brusquedad.

Me quedé mirándolo, esperando que mi indignación fuera tan tangible como para ahogarlo con el café. Él estaba vestido con ropa deportiva, descalzo a pesar del frío, y su cabello era un nido de pájaros. Con la poca luz que entraba desde la ventana, su aura se veía más brillante y espantosa. Los colores se arremolinaban a su alrededor en un suave baile. ¿Por qué estaba tan inquieta? Parecía como si alguien lo estuviese cocinando en un guiso de arcoíris.

—¡Oh, dale! Hemos crecido juntos, Muffin. Somos como mejores amigos. Lo mío es tuyo y lo tuyo es mío —exclamó poniendo una cara de cachorrito que solo provocaba que quisiera golpearlo.

—Mejores amigos, mis polainas —me quejé mientras tomaba una de las tazas extras que había en la alacena ¿Por qué no había agarrado una de estas?—. Si llegáramos a tener algún tipo de relación, Dios no quiera, seríamos archienemigos, Izan.

—Sos mala, Muffin.

Esto ya era el colmo. Con un gruñido dejé la taza sobre la mesada y me volví hacia él. No se imaginan las ganas que tenía de echarle la jarra de café caliente sobre su enorme y hueca cabezota.

—¿Yo, mala? ¿Quién es el que siempre decapitaba mis muñecas y hacía bromas sobre mi cuerpo? —repliqué. Arranqué mi taza de manos de Izan y eché lo que quedaba de café y lavarla en el fregadero—. Y no vuelvas a decirme Muffin, ya estamos grandes para esos apodos estúpidos —agregué antes de salir de la cocina a paso firme.

Créanme cuando decía que no me molestaba mi cuerpo. Sí, tenía las piernas rayadas por las estrías y mis grandes pechos me hacían doler la espalda. No era del tipo 90-60-90 que aparecía en la tele, pero me gustaba como era. Pero aun así detestaba que jodieran con mi peso. No tenían el derecho de hacerlo.

AETHERWhere stories live. Discover now