Por fin, me suelta y de inmediato me llevo al dedo adolorido. Sin embargo, ni siquiera me da tiempo a reaccionar cuando lo veo que va atacar, de nuevo. Me engancha del cuello con agilidad, muy furioso, apretando su fuerte y vigorosa mano alrededor de mi cuello.

—Déjame —digo, con la voz entrecortada y los ojos abiertos como platos, llevando a su mismo tiempo las dos manos a la suya para que me desenganche.

No dice nada, sólo se escucha su fuerte respiración y mis ruegos, en susurros, para que me libere. Sigue con su mirada clavada en la mía, con una expresión de furia, como si fuese un animal, un monstruo. Tiemblo. Los pulmones me arden. Abro la boca boqueando como un pececillo, forcejeando con él al mismo tiempo y las lágrimas comienzan a salir de mis ojos.

Esta vez, no lo cuento.

—Por favor —lloriqueo, aunque no estoy segura de si se me ha entendido.

De repente, como si él hubiese sido poseído y hubiese vuelto a su ser, se levanta rápidamente, muy nervioso. Comienza a tirar de los extremos de su pelo al mismo tiempo que murmura cosas inentendibles. Toso, la garganta me pica, me arde al igual que la piel, la siento irritada. El corazón me late con fuerza, parece que quiere salírseme del pecho, incluso lo escucho retumbar en mis oídos.

Acabo de estar al borde de la muerte.

Me siento, llevo la mano al pecho e intento calmarme. Lo veo pasear de lado a lado, frotándose la cara con desesperación, puedo ver que está luchando contra sí mismo, contra su cabeza. Repentinamente, se queda quieto y me mira con detenimiento, y con otra expresión que no logro descifrar. Da un paso hacia a mí y, temerosa, me retiro echándome hacia atrás. Ya no me fío de él.

Lo oigo gruñir y viene a la cama, se arrodilla frente a mí sin decir absolutamente nada, y me coge de la barbilla con fuerza, levantándome la cabeza dejando mi cuello al descubierto. Quiero revelarme, hacer algo para detenerlo pero mi cuerpo no reacciona, sólo tiembla de miedo al sentir su contacto con mi piel ardiente.

—No me toques —tartamudeo.

—¿Estás bien? —susurra, haciendo caso omiso. Sus dedos acarician la parte por la que me ha agarrado y siento escalofríos que me recorren toda la espalda.

Aprieta la mandíbula y se aparta de mí con brusquedad, sube a su litera y se tumba.

Abro la boca sorprendida. ¿Qué acaba de pasar?

Me abrazo a mí misma, como si así estuviese protegida a todo lo que hay dentro y fuera de la celda. No doy crédito a lo que ha sucedido, he estado a nada de morir.

La alarma suena, no tengo ganas de levantarme de la cama, me siento débil, me duele la garganta y tengo muchísimo frío. Escucho las voces de todas las presas que caminan a lo largo del pasillo, contentas porque pueden salir una última vez este día. Siento que me tocan el hombro, me giro sin ganas y me encuentro con un guardia joven que no había visto antes, agachado mirándome. Puede que sea el chico del que habló Yoa, el mismo que no creía que ella tenía que tomar sus pastillas para la tensión.

—Tienes que salir —me dice. Hago una mueca de cansancio y niego con la cabeza, pues no me apetece hacer nada. Sólo descansar y dormir.

—Me encuentro mal —me sorprendo cuando escucho mi propia voz, es muy ronca y la garganta me duele a rabiar.

El guardia, no sabe si creérselo, con lo cual, lo comprueba él mismo. Me toca la frente, hace de sus labios una fina línea a la par que frunce el ceño, y habla:

—Tienes fiebre, por hoy te puedes quedar. Mañana sales, no puedes estar sin comer. Avisaré para que te miren en la enfermería —asiento agradecida y me doy la vuelta, tapándome hasta la mitad de la cara con la sábana.

Mi compañero de celda ©  Where stories live. Discover now