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꒦olver a verte.

El pacifico sonido del agua sonaba por la pequeña cuidad, árboles bailando al ritmo de la helada brisa que viajaba a través de todos los edificios y campos.
Todos los pequeños animales se escondía bajo las hojas y troncos de los enormes árboles, que llenaban aquel campo convirtiendo el espacio en un bosque.
La pequeña cabaña al lado del lago estaba siendo calentada por una fogata ardiente en la chimenea, una cálida voz se oía por las paredes de esta, mientras era acompañada de los acordes de la guitarra y los soniditos que hacía el agua al gotear y chocar en las ventanas y techos.

Aquella voz, cantaba quedito, como si deseara no ser escuchada cuando claramente era lo que mas anhelaba. La guitarra lloraba cada que era tocada por las manos tan frías, que les hacía falta contacto de otro ser.
Aquel chico de cabellos negros, atados en una pequeña coleta para que no le estorbasen, tenía los ojos rojos y un poco hinchados, tal vez se debía a la inmensa cascada de agua salada que brotaba de ellos.

A pesar de verse cálida, para el chico aquella cabaña era fría, vacía y amarga.
Los únicos olores que se sentían eran el del café calentándose, el de la tierra mojada por las traviesas gotas que caían feroces contra el suelo y el de la madera que adornaba la casa. Eran aromas agradables, pero algo dentro del chico rogaba por sentir otro aroma, el aroma a compañía.

Ya estaba entrada la noche, las nubes poco a poco comenzaban a irse dejando a la vista un precioso cielo oscuro con millones de estrellas alumbrándolo, y una linda luna iluminando el paso de quien se hallaba perdido, o necesitaba quien lo escuchara. La historia favorita de aquel chico era la que hacía muchos le había contado, una que decía que la luna era una solitaria mujer que ante su inmenso vacío y soledad ayudaba a quien estuviera perdido iluminando su camino, escuchaba al que se hallaba asfixiado en la monotonía, acariciaba a quien le faltaba amor.

Era una de las tantas razones por las que se sentía impulsado a salir cada noche a presenciar la luna, en busca de apaciguar de alguna manera el constante vacío que inundaba su cuerpo sin anuncio alguno.
Le parecía reconfortante sentir la luz de la luna tocar su piel, mientras la fresca brisa movía su pelo y sus descalzos pies tocaban el húmedo césped.
Para él era una sensación muy placentera, una sensación que lograba embriagar sus sentidos y hacer que por un momento olvidara su dolor.

La guitarra que antes sonaba por el lugar, ahora se hallaba arrinconada en un estante mientras que el muchacho salía a encontrarse con su compañera en su mar de desconsuelo. Hoy como otras noches, el césped se hallaba húmedo por la reciente lluvia, mientras que la brisa bailaba con su pelo haciendo que se meneara de un lado para el otro.

Como cada noche, fue a sentarse en aquella ya algo vieja banca, que estaba rodeado de flores que él mismo muchacho solía cultivar. A su parecer las flores eran un bello poema de aromas, texturas y visuales, eran despampanantes con sus tan lindos y brillantes colores.
Había varios tipos de flores cultivadas en su jardín, entre ellas destacaban la rosa Malva, rosa Japonesa y las Margaritas, todas ellas guardando significados importantes para él.

El Muchacho de los Ojos Tristes Where stories live. Discover now