—No quiero hablar más del asunto.

—Ah, no, no me pidas que lo dejemos aquí. Tú ya explicaste mi comportamiento, ahora quiero entender el tuyo. ¿Por qué me besaste?

—Horacio...

—¿Por qué me besaste?

—¡Porque te quiero, estúpido!

Una vez más, Horacio se quedó perplejo. Por unos segundos hasta llegó a olvidar que iba al volante, y fue una suerte que no chocara con nada. Luego se esforzó por organizar sus ideas.

—Pero entonces... ¿por qué ya no quieres viajar conmigo?

—¿Te tengo que explicar eso también? Ya te lo dije, sería muy incómodo. Y tú tienes novia.

—Ya te dije que...

—Que Cecilia no es tu novia, sí, bueno, lo que sea. Da igual.

Micaela ya no lo miraba, y se secó los ojos con un pañuelo tratando de disimular el llanto, pero la ira de él superaba en esos momentos a la compasión. ¿De verdad lo consideraba ella tan superficial? ¿En serio lo creía capaz de emborracharse y besar a otra chica sólo porque sí mientras aún salía con otra? Uau. Tomando en cuenta todo lo que él había hecho para ganarse su respeto, aquello era un tremendo insulto. ¿O acaso los principios morales de ella eran tan elevados como para subestimar de esa manera al resto de las personas?

Antes de que Horacio pudiera echarle a Micaela el sermón que se merecía, la camioneta chocó contra ellos en el semáforo. Él la vio en el último instante y no tuvo tiempo para reaccionar; al minuto siguiente, el dolor del impacto borró cualquier pensamiento racional de su cerebro. El dolor seguía ahí cuando logró volver a pensar, y entonces vio a Micaela sobre él, con una expresión de angustia que no dejaba dudas sobre lo que había dicho antes: ella en verdad lo quería.

—No te mueras —la oyó decir. Él trató de responder que no era ésa su intención, pero su cuerpo no le respondía. Quizás estuviera muriendo después de todo. Aun así, se enfocó en el rostro de la chica, y sólo dejó de mirarla cuando los paramédicos la apartaron de él.

13 de febrero de 2012

Cuando vio al auto azul aproximarse a la parada del autobús, Micaela tuvo la absurda esperanza de que fuera el Peugeot de Horacio, aun sabiendo que no era posible. Se reacomodó en la banca, por lo tanto... y luego el vehículo frenó ante ella. Era un Ford, pero Horacio estaba al volante y además sonreía.

—Pasé a buscarte a tu casa, pero tu madre me dijo que ya habías salido. Sube. No querrás llegar tarde al examen.

—¿Estás loco? ¿Qué haces manejando tan pronto? ¿Y el brazo?

Micaela señaló el brazo izquierdo del muchacho, todavía enyesado desde la muñeca hasta el codo.

—Me sacarán el yeso mañana. No me romperé nada, te lo juro. Pero puedes manejar tú si quieres, y yo ocuparé tu lugar.

Micaela se aproximó al vehículo.

—Muy bien, cámbiate de sitio.

El muchacho así lo hizo, y ella se sentó al volante sintiendo que el corazón le latía a toda prisa. Hacía casi una semana que no veía a Horacio ni hablaba con él, y ni siquiera durante su larga estancia en el hospital habían retomado aquella conversación antes del choque, o mencionado la noche del concierto. Puestos en ello, los primeros seis días él había estado en cuidados intensivos, donde sólo podían visitarlo, por turnos breves, sus parientes directos. Micaela había ido al hospital a diario, sin embargo, temiendo cada vez que la madre o el padre de Horacio se le acercaran para decirle cuándo sería el funeral. Al séptimo día, la madre del muchacho sí corrió hacia ella, pero le dio un abrazo y le dijo que él por fin había despertado, y que los doctores estaban seguros de que viviría. Después de oír la noticia, Micaela se sentó en el primer sitio disponible y empezó a llorar.

En el auto azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora