Miré una última vez antes de salir de mi habitación para asegurarme que lo tenía todo listo. Vestía una camisa de manga larga turquesa y unos los pantalones tejanos; hacía un par de semanas que mi madre me los había comprado, Ángel insistió en que me quedarían bien y se los probó, tuve que sostenerlos después que dos señoras se quedaran paradas al ver que la ropa cobraba vida delante de ellas. Ese día pasé vergüenza desde que decidí que quería la ropa hasta bien entrada la noche, a Ángel le pareció divertido.

—¡Ya estoy! —avisé mientras salía de mi habitación colocándome como podía el bolso a un lado.

Mi madre estaba escuchando las noticias de pie desde la mesa del comedor. Cuando giré la esquina para esperar en la entrada de casa, mi madre apagó la televisión y la luz. Se aseguró de no dejar nada encendido antes de ir a mirarse un momento en el espejo que había enfrente de la puerta de entrada.

—Siempre te tengo que esperar, Lea —el frío que reflejaban sus ojos me congeló por dentro. Sentí como mis pulmones se contraen y me costaba respirar.

Si contara las veces en las que había hecho que no llegara a tiempo, ahora sería millonaria. Por no decir de todas aquellas noches que, cuando estábamos a solas, me advertía que no podía continuar así y eso llevaba a una discusión. Incluso, llegué a estar castigada cuando mi atraso la había perjudicado, pero era así, por mucho que me esforzaba no conseguía ser puntual.

—Lo sé —contesté tras estar un rato en silencio.

Mi madre acababa de asegurarse de que todo estaba bien antes de abrir la puerta de casa y pasábamos las dos.

—Recuerda: Sé educada. La amiga te conoce desde que llevabas pañales y hace un tiempo que no la veo —cerró la puerta con las llaves intentando hacer el menos ruido posible.

Los vecinos que vivían en el segundo piso tenían la oreja puesta en todo, se enteraban hasta de la cosa más insignificante. Sin salir de casa ya notaba sus miradas por los rincones de la casa, anhelando saber más de mi vida privada. Eran un matrimonio de la tercera edad, sobre todo, el hombre se las había ingeniado para enterarse de los cotilleos del vecindario. Nunca me había gustado la gente chismosa.

—¡Mamá! —grité notando como se enrojecen mis mejillas. Le di un tirón en el brazo—. ¿En serio tengo que ser educada con alguien que no muestre educación? —hice pucheros y crucé los brazos mientras empezábamos a bajar las escaleras.

La señora en cuestión era una gran amiga de mi madre desde la infancia. Desde que tenía memoria, observé que no se cortaba la lengua a la hora de expresar lo que pensaba realmente, al punto que podía sonar ofensivo. Quizás, creía que era superior a la gente que estaba por debajo de su estatus social. Lo cierto era que intentaba evitar a toda costa hablar con ella.

—Ser amable con los demás demuestra que tienes educación. Además, cada persona lidia con sus demonios, quizás, les ayude a encontrar su camino —me aconsejó.

Salimos de casa.

El cielo estaba despejado. El sol solo hacía que la sensación que bajaba la temperatura fuera mayor. Corría un aire gélido que desordenaba el pelo que tanto me había costado alisar, haciendo que se me volviera bufado. Los pájaros buscaban un refugio por el invierno que estaba por llegar.

La mayoría de las ventanas de los vecinos estaban cerradas, suponía que era para que entrara un poco de calor en sus casas. Para ser un sábado había poca gente paseando por las calles.

El parque al que solíamos ir quedaba enfrente de mi casa, no tardamos en llegar. Sería verdad eso que dicen de que cuánto más cerca esté un sitio, más tarde se llega.

Los ojos de Lea #PGP2023✅Where stories live. Discover now