Sabor a mar

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La despedida fue tanto dulce como amarga. La preocupación en ambos era notoria, mientras se abrazaban por última vez en, tal vez, meses. Ninguno de los dos tenía un trabajo ni vida fácil. Asesinos de la hermandad, guerreros, la espada en la multitud. El peligro acechaba en todos lados. Siempre existía la posiblidad de que alguno de los dos no regresara.

Por ende, cuando la capitana puso un pie en la escalinata de su barco, miró atrás con los ojos dorados brillando con cierta intranquilidad. Connor la miraba desde abajo, como siempre vestido con la armadura blanca de la hermandad, la capucha subida impidiéndole mirarle a los ojos. Pero logró captar una sonrisa en su rostro, tenue, tranquila, como siempre era. Le lanzó un beso de despedida, a lo que su sonrisa se ensanchó más. La francesa siempre se preguntó cómo un hombre que aparentaba tanta tranqulidad y amabilidad podía tener tanta violencia dentro. Suspiró, dándose la vuelta, mientras era rodeada de sus tripulantes.

El barco zarpó a la hora predeterminada. Jean tomó el timón con mano segura sin titubear, mientras el primer oficial le gritaba órdenes a los tripulantes para que bajaran las velas. Una vez en altamar las dejaron correr en su totalidad, yendo a toda velocidad. El encargo de De Belleville era urgente. Mientras hubiera viento en popa lo aprovecharía para llegar adelantada. Si algo tenía la francesa era el sentido del deber, y le parecía pertinente llegar días antes a un encargo para estudiar sus opciones.

Asesinar sin ser notada era una tarea difícil.

Las semanas pasaron. Lentas, aburridas. Lo único que parecía emocionante era saquear barcos para conseguir más munición, comida y ron. Los gamberros de los tripulantes se la pasaban borrachos, cantando o durmiendo la siesta.

Pero hubo un día que el viento no corrió.

Al despertarse al salir el sol, la capitana salió poniéndose el cinturón con la hebilla de los asesinos, notando que todos dormían aún. Se talló los ojos con el dorso de la mano, caminando con equilibrio tambaleante hasta la borda. Allí se apoyó en el barandal, observando el agua, que parecía un espejo que reflejaba el celeste cielo. No había viento. No había corrientes. Iba a ser un día mucho más aburrido que de costumbre, tendrían que esperar a que hubiera movimiento de aire para seguir avanzando.

- Capitana. -Saludó el primer oficial.

- Buenos días, Heng. -Dijo en voz baja la mujer.

El primer oficial era un hombre de contextura delgada y ágil. De facciones asiáticas, los ojos oscuros y rasgados manaban inteligencia silenciosa. Él se acercó a su capitana, a su amiga, a su liberadora, sentándose sobre la baranda de espaldas al sol.

Heng había sido uno de los tantos objetos a comerciar en un barco de esclavistas. Jean había asaltado el barco sin esperar encontrarse con semejante espectáculo sádico en la despensa; un montón de hombres y mujeres encadenados, muchos muertos, los demás moribundos. La iracunda francesa no dudó dos veces en atar de pies y manos a todos los tripulantes del barco contrario y tirarlos al agua. Semejantes bestias con corazones tan llenos de crueldad no merecían vivir. Desencadenó a los esclavos y los dejó en una isla próxima, dotando a cada uno con bolsas de monedas suficientes para comer por una semana. Era lo mínimo que podía hacer.

Pero hubo uno que no quiso irse. Heng en ese momento era extremadamente delgado. La capitana incluso dudó si dejarle quedarse en la tripulación. Pero luego de saber que el chino hablaba francés, español e inglés con bastante soltura, decidió que sería muy útil. Antes de ser raptado, el chino había sido un estudioso, el hijo primero de una familia acaudalada. Hasta que, claramente, asesinaron a todos en el pueblo.

Serían sólo meses hasta que el hombre volviera a tener una estructura sana y fuerte, y medio año para que supiera cómo usar una espada y pistola con maestría.

Él se volvió la mano derecha de Jean, su confidente, su mejor amigo.

- Vamos a tener que esperar. -Comentó el asiático, ráscandose la brabilla con gesto pensativo.- Remos serían útiles.

- Lo serían, si... Pero, ¿un barco para mar con remos? -Frunció el ceño la capitana, con cierto disgusto. Ella concideraba a su barco como la cosa más bella del universo y no quería alterarla ni por arcones de oro.

Bueno, por arcones de oro tal vez si. Lo que tenía ser avariciosa.

- Útiles. -Volvió a repetir Heng, con el ceño levemente fruncido.

Jean ya le miraba con cierta irritación, aunque sabía muy bien lo tan testarudo que era el primer oficial con respecto a las cosas "útiles".

Iba a responder con algún comentario agudo, cuando escuchó la voz de uno de los tripulantes gritar que había un barco a babor. Agitación entre sus hombres. Corrieron a los cañones, otros desenvainaron sus espadas, otros le ponían pólvora a sus pistolas.

Jean se paró en medio de la cubierta para poder observar el navío enemigo entre el revuelo de los tripulantes. Una bandera de la armada francesa ondeaba en lo alto, haciendo que a la capitana se le helara la sangre en las venas. ¿Cómo la habían encontrado?

Los franceses le habían puesto precio a su cabeza desde que había asesinado a la hermana del Rey por venganza. Y se lo merecía. Por la culpa del coronado su pequeño hermano había muerto, también su esposo, y perdió a su hijo no-nato de apenas dos meses de embarazo. La ira aún la corroía por dentro, con o sin Connor. Le había arruinado la vida, y ahora más aún, que fue exiliada de su país hogar, y perseguida como conejo sin madriguera.

Pero, ¿un barco de la armada tan lejos de casa? Olía a emboscada de todos lados.

Y tenía razón. No fueron ni segundos cuando otro barco apareció, rodeando una isla allí cerca, remando al compás de un tambor. Sin viento, sin corrientes, estaban perdidos. Tendrían que luchar por sus vidas. Tal vez Heng no estaba errado; los remos eran útiles.

-¡A LAS ARMAS! -Bramó la capitana, desenvainando la espada, con la otra mano sosteniendo una pistola cargada.

Apenas fue un minuto antes de que los soldados enemigos abordaran. El caos se desató en todos lados. Gritos, el sonido del acero chocar contra acero, el reventar de las balas de cañón.

Los piratas fueron rápidamente eliminados. Con fruria ardiendo en su corazón, vio cómo todos sus hombres caían de uno en uno. Amigos de años, gamberros borrachos que rescató de islas abandonadas, hombres que tenían famiias esperándolos en sus casas. Los cuerpos de sus enemigos fueron amontonándose a su al rededor, con los cuellos rajados de lado a lado, heridas en los abdómenes y piernas. La capitana estaba en un estado de cólera imparable, ciega de dolor. El único que se mantenía aún a su lado era Heng.

Capitana y oficial se miraron por una fracción de segundo. La francesa notó un nudo en su estómago mientras veía cómo la espada de un soldado se hundía en el muslo de su amigo, y este caía hacia atrás por la borda al agua. Todo parecía ir tan lento... Hasta que el dolor punzante y ácido de una bala le hizo entrar en razón. Miró hacia abajo, notando la mancha de sangre que ahora corría por su camisa hacia el pantalón. Boqueó, sin respiración, mientras veía a tres soldados acercarse a ella con sonrisas crueles.

-¿Así que tu eres la piratita? -Rió uno de ellos, mientras le quitaba la espada de las manos y le daba un empujón brusco.

La capitana cayó al vacío. En lo único que pensó fue en Connor, que la tendría que esperar para siempre, mientras su cuerpo se hundía en las saladas aguas del caribe.

No querría despertar de otra maneraWhere stories live. Discover now