Once

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Lo siguiente que viene a mi mente es la molesta sensación de una luz fuerte perturbando la comodidad de un sueño profundo. Abrí los ojos y me vi encandilado por una horrible iluminación blanca, que me golpeó como un mazazo en la cara. Aún perdido y sin entender lo que estaba ocurriendo, miré a mi alrededor y me di cuenta de que aún me encontraba en la disco, pero que el baile y la música se habían terminado. Miré hacia mi derecha, donde debía estar la pista, y vi a unas cinco personas atravesando el cortinado, que parecían ser los últimos en abandonar el recinto vacío, desnudo y carente de cualquier encanto ante mi mirada incrédula. No entendía bien en qué momento de mi existencia estaba. La cabeza me dolía y todo parecía dar vueltas a mi alrededor. Sentí un cierto peso sobre mi pecho. Dirigí mi mirada hacia allí y vi primero la cabeza rubia de J y luego su cuerpo tendido sobre mí. Entendí entonces la situación en la que me encontraba. Lo llamé con amabilidad para despertarlo. En algún punto de la madrugada, entre besos y arrumacos, nos habíamos quedado dormidos, uno encima del otro, y permanecimos de ese modo hasta que terminó la fiesta. En un segundo, busqué en mi mente el lapso en que nos habíamos ausentado de ese tiempo y espacio. Como si fuera una película, avanzada con rapidez en busca de algún detalle específico, vi a las personas pasando a nuestro lado, viéndonos abrazados, enlazados en el sueño. Y después, cuando la velada hubo terminado y las luces fueron encendidas, imaginé que cada persona que abandonaba el lugar se había visto obligada a pasar por allí y que lo último que debieron ver fueron nuestros cuerpos amontonados. Todo parecía demasiado revelador para mi forma de pensar. Esa noche, todos los recaudos que había tenido desde mi primera salida, se habían ido al diablo. Yo, que me había cuidado durante tantos años del más mínimo gesto que pudiera poner en evidencia mi intimidad, había dado un espectáculo bochornoso gracias a una borrachera.

Jey despertó poco a poco, tan sorprendido como yo de lo ocurrido. Observó primero el sitio, buscando comprender la situación y luego me miró. Tenía cara de asustado, lo que me causó gracia e hizo que todos los pensamientos amedrentadores se disiparan. Le sonreí. Él, todavía extrañado, me devolvió la sonrisa.

—A gente se dormiu? —preguntó, dejando de lado, quizá por el sueño, nuestro idioma de comunicación.

—Nos dormimos —le dije en inglés, sin advertir que estaba confirmando su pregunta.

—Dios mío, nunca me había pasado —se sentó en el sofá.

—Ni a mí. Esta noche, no solo besé por primera vez a un hombre en público, sino que todo el mundo me vio acostado con él.

Rio, sin conocer esa tonta manía de reserva que yo tenía.

—Vas a tener que casarte conmigo para conservar el buen nombre —bromeó.

—Como si eso fuera posible —contesté, también incorporándome.

Una persona de seguridad se nos acercó.

—Chicos, estamos cerrando.

—Sí, gracias; ya nos vamos —respondí.

Me puse de pie y J me imitó. Me miró interrogante, esperando que le dijera lo que íbamos a hacer a continuación.

—¿Vamos? —dudé.

—Vamos. Tengo que retirar mi abrigo.

—Sí, yo también.

Al llegar al guardarropas vimos que los únicos objetos que quedaban en sus estanterías y perchas eran los nuestros. La empleada nos miró con cara de pocos amigos y nos alcanzó las dos camperas y mi bolso de muy mala gana, sin esperar siquiera a que le diéramos nuestros números, se los extendí igual y los recibió sin cotejar que fueran los correspondientes. Supuse que estaría esperándonos para poder retirarse y que la habíamos demorado.

Atravesamos el vestíbulo colocándonos los abrigos y nos detuvimos ni bien pisamos la vereda. La claridad del día me resultó molesta y noté que sentía mi cabeza como si alguien hubiese bailado un malambo sobre ella. No tenía ni idea de la hora que era y tampoco recordé que había llegado hasta allí acompañado de mis amigos. Comencé a caminar en dirección a la avenida 9 de Julio, solo porque no quería quedarme parado en la puerta de la disco, cuya cortina metálica había empezado descender como una muestra clara de que la noche se había terminado. Él me acompañó sin decir nada. Ambos estábamos aún algo dormidos.

—¿Vives cerca? —preguntó.

—No —suspiré—. Tengo como dos horas de viaje hasta la casa de mi mamá.

De pronto concienticé el martirio que me aguardaba; debía hacer semejante trayecto experimentando por primera vez lo molesto que resulta una resaca.

—¿Tan lejos? —se sorprendió.

Afirmé con la cabeza, cargando resignación y arrepentimiento.

—¿No quieres quedarte a dormir aquí?

Allí fue cuando recordé con quienes había llegado.

—No, mis amigos ya se fueron, no los quiero molestar a esta hora —dije, dándome cuenta de que seguramente habían pasado a nuestro lado y nos habían visto tirados sobre ese sillón.

—Yo decía que vinieras a dormir conmigo —tanteó.

Detuve mi andar, lo miré analizando lo que me proponía, creo que hasta ese momento no se me había pasado por la mente la posibilidad de que nuestro encuentro derivara en aquello. Sus ojos aguardaban expectantes mi respuesta, mostrando la mayor ternura con la que alguien me había mirado. Si su invitación hubiera contenido la más mínima carga sexual la hubiera rechazado de plano; sin embargo, nada en él me hablaba de eso. Debí haberme dado cuenta del peligro inminente, pero algo de mi pasado hacía que me resultara imposible rechazar cualquier gesto de cariño. Y cada acción o palabra suya, parecía llevar una enorme carga de ello.

—¿No hay problema si voy contigo? ¿Qué le dirás a tu padre? —pregunté, casi buscando una excusa para el rechazo.

—Tengo mi propia habitación, no tiene por quéenterarse —sonrió.

LA ETERNIDAD DE UN AMOR EFÍMERO - Buenos AiresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora