Doce

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El taxi se detuvo frente a un edificio de fachada sobria y paredes de ladrillos rojos. Había pasado cientos de veces por allí y nunca me había percatado de que se trataba de un hotel. J no me permitió pagar mi parte del viaje; por lo que, mientras él esperaba el cambio, yo descendí del vehículo y me detuve a observar las calles aún dormidas del centro porteño. Me divirtió darme cuenta de que estábamos a apenas dos cuadras de las Galerías Pacífico, lugar donde había comenzado toda esa aventura la tarde previa. Atravesamos la puerta giratoria y me sorprendió encontrarme con un lujoso vestíbulo, atiborrado de detalles de lustrosos bronces, mármoles y columnas, con serenos tonos café en las tapicerías; también había enormes candelabros de cristal colgando de los techos abovedados. Mientras yo reparaba en cada detalle de la decoración, él se acercó hasta la recepción para solicitar la llave del cuarto. Una empleada se la entregó en la mano sin hablar y sin relajar una enorme sonrisa de publicidad que asomaba por su boca. Al subir al ascensor, me puse nervioso cuando lo sorprendí contemplándome a través del espejo. Le sonreí para que no lo notara, él me respondió de igual manera. El cuarto era de tamaño mediano y estaba increíblemente ordenado; no hice ningún comentario al respecto, pero me pregunté si sería así en todos los niveles de su vida. Ni bien ingresamos se quitó el calzado y lo dejó a un costado de la puerta, yo lo imité. La suavidad de la alfombra bajo mis pies me dio una sensación placentera, de familiaridad, como si no fuera la primera vez que pisaba ese lugar. El ambiente estaba calefaccionado en la medida justa, me resultó acogedor. Me sentí bienvenido. J se sacó el abrigo y lo colgó en una percha dentro del armario. Pude ver que toda su ropa estaba perfectamente colgada y doblada en los estantes. Me dio un poco de vergüenza saber que yo nunca sacaba las prendas de la maleta cuando me iba de viaje, por más larga que fuera la estadía.

—¿Quieres quitarte la campera? —me preguntó con amabilidad.

—Claro, perdón.

Me la saqué y se la entregué. Buscó una percha desocupada y la guardó.

—¿Dónde puedo poner esto? —consulté, mostrándole el enorme bolso.

—Ahí —señaló el mueble que todas las habitaciones de hotel poseen para apoyar el equipaje.

"Por supuesto", pensé sonriendo.

—¿Siempre andas con un bolso tan grande?

—No, es que ayer dormí en casa de Adrián y, además, tengo ropa del gimnasio, que una vez por semana me llevo para lavar.

—Ah, pensé que habías dormido cada noche de la semana en casa de un chico distinto —bromeó, mientras abría una botella de agua mineral que había sacado del frigobar y servía su contenido en dos vasos de vidrio.

—No, no. De hecho, odio dormir en casa de desconocidos.

—¿Por mí haces una excepción? —rio, extendiéndome uno de los vasos.

—Otra más —sonreí.

Se sentó en la cama, levantó por un segundo la mirada para alcanzar mis ojos, pero al encontrarme observándolo, la desvió de inmediato. Ambos nos mantuvimos callados por un momento bastante prolongado. El ambiente se había puesto extraño, cargado de una tensión que ninguno de los dos conseguía disimular.

—Me voy a bañar —dijo, levantándose de pronto—. ¿O prefieres hacerlo primero?

—No, está bien. Ve tú.

Entró en el baño y cerró la puerta tras de sí.

Caminé hasta la ventana, me asomé entre dos piezas de blackout y de una fina cortina blanca, y vi que la ciudad aún continuaba descansando. Miré el reloj digital que había sobre una de las mesas de luz y vi que eran las siete de la mañana.

"Muy temprano para un domingo", pensé.

Recorrí el cuarto, porque no sabía qué más hacer. Vi algunos paquetes ordenados a la perfección en un rincón. Unas cajas apiladas de zapatillas de primera marca, bolsas de tiendas de ropa de hombre. Supuse que había ido de compras. Sobre un escritorio estaban su gorro de lana, sus anteojos recetados y el mapa arrugado que llevaba en la mano cuando nos topamos en la calle. Me senté en los pies de la cama, de pronto descubrí mi imagen reflejada en un espejo, enfrentándome. La camiseta ajustada y su color llamativo me parecieron desubicados para ese instante y para la parquedad de todo lo que me rodeaba. Por un lapso fugaz, sentí el impulso de abandonar ese sitio y marcharme. Me pregunté qué estaba haciendo allí. El sonido del agua cayendo desde la ducha cesó e intuí que ya no tenía excusas para escapar. La puerta del baño se abrió y Jey asomó la mitad de su cuerpo, arropado por una bata de toalla blanca con el logo del hotel en la parte superior. Sonrió con amplitud y me saludó graciosamente, como si no nos hubiéramos visto ese día. Volvió a desaparecer dejando la puerta abierta, se escuchó el secador de cabello encenderse. Al volver al cuarto, parecía satisfecho de haber terminado su aseo, por lo que me puse de pie y con un gesto le indiqué que tomaría mi turno. Busqué en el bolso mi cepillo de dientes, ropa interior limpia y la camiseta que había usado la noche anterior para dormir en la casa de Adrián. Cerré la puerta del baño tras de mí. Me adentré en un ambiente lujoso, de mucho mármol blanco, un enorme espejo y vidrios esmerilados. La pulcritud con que me encontré no me sorprendió. Junto a la llave de luz había cuatro frascos de perfumes de marcas reconocidas enfilados con esmero. Dentro de un recipiente, un cepillo de dientes y la pasta dental. Justo al otro lado de la pileta, un neceser de cuero que se veía bastante caro. Lo abrí por curiosidad y miré dentro. No había mucha cosa: una afeitadora eléctrica compacta, un estuche de lentes de contacto, un pomo de líquido para los mismos, un blanqueador dental, un pequeño jabón de coco aún dentro de su embalaje, una muestra de crema humectante, un tubo de manteca de cacao y un desodorante en aerosol, que llevé hasta la nariz para oler. Sonreí complacido al reconocer el aroma de Jey. En pocos minutos, sabía mucho sobre ese chico. Sentí que había podido conocerlo más y mejor a través de esos objetos y de la meticulosidad con que cuidaba sus cosas.

Luego de la ducha, al volver al dormitorio me encontré con que ya estaba acostado, metido bajo las sábanas y un inflado edredón blanco. Llevaba el pecho desnudo y se lo notaba algo inquieto. Reparé en su torso, lampiño, ondulado y con definición perfecta. Me miró a la cara sin pronunciar palabra, como indagándome. Noté que reparó en mis piernas y que llevaba puesto apenas una remera gris y ropa interior blanca, igual que el noventa por ciento de la que poseo: slips claros, lisos, de elástico entre mediano y pequeño y sin marca escrita sobre él. Levantó la mirada volviendo a buscar la mía e hizo un gesto con su rostro que no supe leer, corrió la ropa de cama con una mano, invitándome a tomar ese lugar. Lo hice. Traté de decir algo para romper la incomodidad que sentía, pero no me dio tiempo. Giró su cuerpo sobre mí y comenzó a besarme. Al hacerlo, pude sentir que estaba completamente desnudo y, una vez más, me sentí fuera de lugar por no estarlo. Después de algunos minutos en que nuestras bocas, lenguas y cuerpos se aunaron y reconocieron, sin querer separarse, distanció su rostro apenas algunos centímetros y me contempló. Miré dentro de sus ojos traslúcidos y él hizo lo mismo en los míos.

—Tienes un color de ojos hermoso —dijo con tono aterciopelado.

—Son comunes. Los tuyos son... increíbles.

—Me gustan más los tuyos, porque son de una mezcla atípica de colores. Marrones en el interior, amarillos en el medio y verdes en la parte externa. Es como si varias cosas diferentes formaran algo único.

—Gracias —balbuceé, mientras sentía su desnudez, desafiante, apoyada en mi pierna.

—Estoy muy contento de que estés acá —susurró, recorriendo mi labio inferior con su dedo índice.

—Yo también lo estoy —respondí.

LA ETERNIDAD DE UN AMOR EFÍMERO - Buenos AiresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora