Ocho años con sus meses y días

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Banana Fish © Akimi Yoshida.

• Personajes: Eiji Okumura; Ash Lynx; Sing Soo Ling.

• Género: hurt/comfort.

• Resumen: Eiji Okumura, al cruzar la galería donde trabajaba para su próxima muestra fotográfica, oyó de lejos en la radio aquella canción cantada en un idioma casi desconocido. Uno de sus asistentes le tradujo un fragmento que quedó haciendo eco en su cabeza por mucho tiempo: poder decir adiós es crecer. El día que Eiji dejó volar a Ash.

🍀 Esta historia participó en los Ficland Awards 2019 en el perfil @KL Rover, obteniendo el cuarto lugar.

«Del modo en que lo veo, toda vida tiene una pila de cosas buenas y otra de cosas malas

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«Del modo en que lo veo, toda vida tiene una pila de cosas buenas y otra de cosas malas. Las cosas buenas no siempre suavizan a las malas, pero del mismo modo las cosas malas no arruinan las buenas o las hacen menos importantes. Y pienso que, definitivamente, nosotros le sumamos algo a su pila de cosas buenas.». —Dr. Who.

Ocho años con sus meses y días

En una de esas raras veces que había lugar para un resabio de paz en medio de esa guerra de trincheras, miedo y sangre, Ash le preguntó cuál era la razón por la que no le tenía miedo a un tipo como él. A Eiji no se le pasó por alto la gran carga peyorativa con la que Ash se refería a sí mismo, y se preguntó en su fuero interno qué le estaba pasando al chico.

Porque siento que en realidad estás herido, fue la respuesta que acudió a su mente a la primera, pero prefirió callarla. Era evidente que Ash no buscaba ese tipo de respuesta. Ash Lynx era demasiado racional como para aceptar esa clase de afirmación.

Eiji se concentró en la taza de sopa que sostenía entre sus manos pensando qué sería adecuado decir para saciar la curiosidad de Ash. Procuró hacer memoria y, tras un momento de silencio, a su mente acudió un recuerdo perdido de su infancia.

Tenía alrededor de ocho años cuando su madre quedó embarazada de Emi, su hermana pequeña, y viviendo en Izumo, era lógico que terminaran yendo a un templo para dar las gracias a los dioses.

Parado al lado de ellos, se encontraba un hombre silencioso de aspecto intimidante. Hacía calor, por lo que llevaba una camisa blanca de mangas cortas que dejaban ver sus brazos llenos de tatuajes —Eiji sabía qué eran los tatuajes. En televisión había visto varios y, muchas veces, no eran una buena señal—. Casi por instinto se aferró a la falda de su madre y notó que no era el único tenso en ese lugar: las demás personas a su alrededor se deslizaban en silencio hacia las esquinas, rehuyendo los ojos de la figura del hombre tatuado, o simplemente se apartaban, esperando que se alejara de una buena vez para que pudieran decir sus oraciones en paz.

Pasado el temor inicial, observó que la expresión en el rostro del hombre se había tornado triste, y pudo jurar que parecía a punto de llorar cuando les dirigió la mirada a él y su madre.

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