—¡Callate! —gritó el otro.

Yo reí avergonzado, porque, aunque en ese momento estábamos bromeando y divirtiéndonos con el asunto, el drama de aquella aventura amorosa había sido de cuatro puntas, ya que Adrián estaba secretamente enamorado de Eduardo, y cuando todo se descubrió, sintió que yo había cometido una doble traición, a mi novio y a él, ya que, a pesar de que nunca hubo un vínculo sentimental de ese tipo entre ellos, ni antes ni tampoco después, supongo que le había dolido que alguien viniera a tomar a la persona que sentía como propia. Gracias al cielo todo eso había quedado enterrado en el pasado, cubierto por los años que le siguieron, las chanzas reiteradas y los fracasos amorosos que todos habíamos tenido que padecer.

La cena estuvo deliciosa. Resultado de una receta que Eduardo había encontrado en un viejo libro de su madre y con la que quiso experimentar, dado que hacía algunos meses había descubierto una nueva pasión en la cocina, gracias a la cual se convertiría en un destacado chef en el futuro, con derecho a programa de televisión propio y todo.

A lo largo de esa hora y media, entre payasadas y burlas, el "brazuca" —como habían apodado a J—, surgió en varias oportunidades. Yo mantuve mi reserva y soporté estoico cada uno de los interrogatorios, respondiendo apenas con una sonrisa y desviando el tema tanto como me fue posible.

Mientras comíamos el postre, fue Francisco, y no yo, quien preguntó qué planes había para esa noche. Todos nos miramos. Ninguno parecía tener nada en mente.

—¿Si vemos una película? —propuso Miguel.

—¡No seas vieja! —se ofuscó el que había planteado el tema.

Normalmente, yo hubiera secundado esa propuesta, ya que, junto con escuchar música y leer, es de mis actividades favoritas. Pero la verdad era que, sin ser capaz de reconocérmelo a mí mismo, aguardaba una excusa perfecta para "no tener más remedio" que llamar al recién conocido y comunicarle lo que mis amigos habían programado para esa velada.

—¿Y si vamos a Palacio? —lanzó Eduardo.

—Es una buena idea —lo secundé.

—¿Y desde cuándo te gustan los boliches? —me preguntó Adrián.

Detesté que me conociera tanto. ¿Por qué será que la amistad le da derecho a la gente a burlarse de nuestras ridiculeces y a señalar, siempre de manera aparatosa, aquello que no queremos que nadie perciba? Suspiré resignado, sabía que era inútil inventar una excusa y, desviando mi mirada de la expresión burlona del amigo que me dejaba en evidencia, me choqué de frente con la sonrisa apretada y llena de juicio de Eduardo.

—¡¿Qué?! —me defendí y mentí con algo que no pudieran desdecirme—. En Santiago salía siempre.

Ni yo me lo creí.

Cuando finalmente todos acordamos ir esa noche a bailar, me invadieron los nervios. Quería llamar a J, pero se me había cruzado la idea de que podía haberme dado un número falso. ¿Y si todo había sido un juego para él? Recordaba muy bien que, siendo mucho más chico, solía dar cualquier teléfono a quienes no me interesaba que me contactaran y hasta podía inventarme un nombre, que era siempre el mismo para no pisarme en caso de que llegara a encontrarme por casualidad. También me había pasado lo contrario en varias oportunidades: había recibido contactos inexistentes, a los que le siguieron las consiguientes desilusiones.

En aquel entonces, a pesar de que había aparecido en algunas telenovelas, me había subido muchísimas veces a los escenarios de varios teatros y también a algunas pasarelas de desfiles, seguía siendo profundamente tímido —en cierto modo aún lo soy—, solo que los años le dan a uno más herramientas para disimularlo, pero todavía no sabía muy bien cómo y me daba miedo ese posible plantón y no ser capaz de esconder mi estado de ánimo frente a mis amigos.

Después de muchas vueltas mentales, tomé coraje.

—Adri, ¿puedo hacer un llamado?

Los alaridos y las chicanas no se hicieron esperar, teníamos todos más de veinticinco años y un par superaban los treinta, pero nos comportábamos como adolescentes del instituto.

Busqué en el bolsillo de mi pantalón el ticket arrugado de la cuenta del Café Tortoni y, ante la mirada atenta de todos, me dispuse a marcar el número del hotel. Respiré hondo, de alguna manera sospechaba que por más que el número fuera el correcto, no lo encontraría; quizá había pasado mucho tiempo o podía haber salido con su padre o haber vuelto a la calle. El tono de llamada sonó más veces de lo que esperaba y con cada sonido mis esperanzas se iban más y más al demonio. De pronto, atendieron. Un silencio.

—Hotel Lancaster, buenas noches.

—Buenas noches, por favor con la habitación 122.

—Un momento.

Mi pulso se había acelerado y las burlas e imitaciones que llegaban desde el sofá, no me ayudaban. Nuevamente, el tono de llamada.

—Alô —respondieron con cierta premura del otro lado de la línea.

—¿Jey?

—Estaba esperando tu llamado —dijo con un dejo de alivio y una sonrisa en la voz.

Mi alma dio un salto de júbilo dentro delpecho y ni siquiera sabía por qué. Agradecí estar de espalda a mis amigos,porque estaba seguro que tenía la expresión embobada más delatora del mundo.

LA ETERNIDAD DE UN AMOR EFÍMERO - Buenos AiresOnde histórias criam vida. Descubra agora