Un nudo me apretó la garganta, nunca nadie había conseguido leerme con tanta rapidez. Sonreí, por supuesto que lo hice; ese era mi escudo, mi refugio. Ahí trataría de ocultarme para que no notara la inseguridad en mis ojos.

—¿Veintiún años y ya te crees todo un conocedor de los comportamientos humanos? —intenté que sonara como una broma y no como la espina dolorosa que realmente era.

Bajó la mirada y apretó sus labios.

—Es que yo soy igual —dijo.

Comprendí que éramos dos almas heridas que deambulaban por el mundo en busca de alguien que las sanara. Una caricia, un gesto de comprensión alcanzaría para no sentirnos tan abandonados ante los vientos que azotaban nuestra aún corta existencia. No encontré una sonrisa en la desazón que me había causado ese instante, por lo que le devolví el mismo gesto con la boca en línea recta, asentí y busqué inútilmente protección en mi taza de café.

—Pero da resultados, ¿no? —quiso cambiar de tema.

—¿Qué cosa? —los pensamientos me habían sacado del hilo de la conversación.

—Mi táctica. La del mapa y la cámara de fotos.

—Ah, no lo sé.

—Estás aquí.

—Estoy aquí —repetí reflexivo.

De pronto me sentí algo triste. No sabía la razón. Él me gustaba. Su cara, sus gestos, su voz, sus ojos que miraban de una manera única, profunda; su boca roja que contrastaba a la perfección con su piel color marfil, su manera de hablar, su humor. Sí, me gustaba. Quizá ese era el problema, me gustaba mucho, demasiado; y no precisaba eso. No era lo que quería para ese momento.

—¿Qué hora es? —volví a consultarle.

Miró su reloj, esa vez lo hizo con mayor lentitud, como sin quererlo, pero obligado a responderme para no quedar mal.

—Ocho y media.

—Uy, me tengo que ir —fingí prisa.

Me agaché y busqué en el interior del bolso mi billetera.

—No, deja, que yo pago —trató de detenerme, apoyando su mano en la manga de mi pulóver gris.

—No, claro que no —respondí contando el dinero.

—Entonces, cada uno paga lo suyo.

—Está bien, me parece más justo.

Le hice una seña al mozo, que se acercó de inmediato con el ticket dentro de un sobrecito de cuero y lo depositó frente a nosotros para volver a alejarse en seguida. Miré la cuenta y coloqué el dinero de mi consumo dentro del sobre, J hizo lo mismo.

—Quiero volver a verte —soltó de pronto.

Lo miré, escrutando con minuciosidad su rostro. Yo también quería. Se había desatado un debate dentro de mí. ¿Estaba preparado para volver a encontrarlo? ¿O era mejor dejarlo ir, como sabía que tarde o temprano debería hacer? De nuevo sus labios apretados.

—Bueno —contesté sin mucho convencimiento—, ¿qué tienes ganas de hacer?

—Lo que tú quieras.

—Tengo que ver qué es lo que tienen planeado mis amigos. Te invitaría a que vinieras conmigo a cenar, pero no es mi casa y no me gusta ser desubicado.

—No, está bien. Yo, de cualquier manera, debo reportarme con mi padre.

—No sé cómo podríamos hacer para comunicarnos.

—¿Tienes teléfono celular?

—Sí, pero no tengo línea argentina, la compañía chilena me lo vendió bloqueado y mi número de allá no creo que funcione.

—Te doy el teléfono de mi hotel.

—Bueno.

Revisé el bolso y me di cuenta de que no tenía nada para anotar. Llamé nuevamente al mozo.

—¿Sería tan amable de prestarme una birome?

—Por supuesto —sacó una pluma del bolsillo superior de su saco.

Tomé el papel de la cuenta y lo miré interrogante, esperando a que me dictara el contacto.

—Hotel Lancaster, habitación 122.

—¿El teléfono del hotel lo sabes?

—Espera.

Introdujo una mano en el bolsillo de su campera, sacó un teléfono móvil, buscó el número y me lo dictó. Al terminar de escribir percibí que no recordaba su nombre. ¿Cómo era? Empezaba con J. Nunca he conseguido recordar cómo se llaman las personas hasta mucho tiempo después de tratarlas. Me sentí mal por tener que preguntárselo, pero no me quedaba otra alternativa.

—Tu nombre es muy difícil, ¿me lo repites?

—Joás —dijo sonriendo—: J.O.A, con acento. S.

—Está bien, es complicado igual, nunca lo había escuchado —la J se pronuncia como en Júnior— ¿Te puedo decir J?

Jey, jota en inglés.

—Jey —repitió—. Me gusta. Puedes decirme como quieras.

Le sonreí y le devolví la pluma al mozo, que había permanecido parado a nuestro lado presenciando inmutable toda la conversación. La guardó y se disponía a marcharse cuando él volvió a detenerlo.

—Espere, por favor; sería o senhor tão amável de tirar uma foto da gente?

—Claro —respondió el hombre.

No entendí lo que le había solicitado hastaque vi que sacaba del otro bolsillo de su abrigo una pequeña cámara digital yse la entregaba en las manos. Me hizo una seña para que posara. Ambos sonreímosante el flash que perpetuaría por siempre aquel breve momento de nuestras vidas.

LA ETERNIDAD DE UN AMOR EFÍMERO - Buenos AiresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora