Capítulo noventa

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Y cerré los ojos, pensando en ella y en cuánto la amaba, porque mi corazón era suyo aunque ella lo desechara.

P.O.V Agathe (vamos, que el otro ya se ha terminado, APUESTAS A QUIÉN ERA CHAN CHAN CHAN)

Nunca me había sentido tan culpable como en aquel momento y realmente me odiaba por lo que le había hecho a Guste, porque era tan bueno que no lo merecía.

Me había acostado con él, había confiado aquel íntimo y tan anhelado momento para alguien tan idealista como lo era yo a la persona perfecta, aunque todo había dejado de tener sentido cuando hube pronunciado el nombre del hombre al que él más odiaba.

¿Por qué había tenido que llamarle Narciso cuando Guste era el único con el que deseaba estar?

Ni siquiera me detuvo cuando huí de su despacho, dejándolo tirado en el suelo con la cabeza ocultándole las manos, maldiciendo el nombre del que había sido mi jefe cuando la única que tenía la culpa de lo que había ocurrido había sido yo. Y, como una cobarde, yo tan solo me alejé, sabiendo lo horrible que sería enfrentarme a mis errores, que se iban acumulando en mi historial de desgracias desde el momento en el que decidí pisar el edificio de Laboureche.

Anduve perdida a orillas del Sena, deteniéndome a observar a las parejas que disfrutaban de su amor en la ciudad de las luces, deseando cambiar mi tan anhelada vida por la de cualquiera de ellos y olvidar lo estúpida que había sido, aunque ya era imposible echarse atrás.

Solo quería que Guste me perdonara, que comprendiera que mi error nada tenía que ver con él sino conmigo misma y poder arreglar lo que tanto sufrimiento le estaba causando.

Me sequé una lágrima con la manga de mi vestido arrugado, que había yacido en el suelo de aquel despacho horas atrás, cuando el sol todavía no se había puesto.

Ha era de noche y yo seguía perdida, buscando alguna excusa para no volver a mi casa y enfrentarme a mi desgracia, que iba a perseguirme hasta el momento en el que abandonara la Tierra para viajar directamente al infierno.

Pegué un golpe a la barandilla de hierro del puente que cruzaba hacia el otro lado del río, haciéndome daño, aunque para nada comparable con el que le había hecho a Guste, porque, al menos él, no lo merecía.

Enredé mis dedos en mi pelo, bajando la cabeza para observar mis zapatos y cada paso que daba, que sonaba con fuerza en aquellas oscuras y vacías calles por las que había decidido atajar.

Andaba intranquila, refugiándome de mis problemas en la única relación que había sabido mantener durante mis veintidós años de vida: la soledad.

Nunca le habría hecho daño a Guste si jamás hubiera hablado con su hermano, si nunca hubiera decidido aparecer en aquella entrevista o no hubiera luchado por conseguir aquel maldito puesto que ya no valía para absolutamente nada.

Me adentré en una calle todavía más oscura, en la que la única luz que podía guiarme era la de la luna y, aunque quise intentar atravesarla a tientas, el karma decidió vengarse de mí, colocando un objeto de vidrio bajo mis pies que no pude advertir y provocando que cayera sobre él, aunque ya se hubiera partido en mil pedazos.

Mi vestido evitó que me rasgara las rodillas con todos aquellos cristales rotos bajo mi cuerpo, aunque, cuando logré levantarme de nuevo, vi que llevaba algo incrustado en mi mano derecha, que logré sacar permitiendo que un par de gotas de sangre tiñeran mi blanca piel.

Sollocé, no por el dolor, sino más bien por lo abrumada que me sentía en aquel instante y decidí que lo mejor era volver a casa para evitar alguna otra desgracia, que, con mi suerte, podría acabar con mi pésima vida.

Querido jefe NarcisoWhere stories live. Discover now