Capítulo sesenta y tres

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Estaba sentada en mi terraza trasera, aquella que daba directamente al edificio de enfrente, donde mi vecino castaño y de increíbles ojos cerúleos tendía la rioa cada mañana, junto a la jaula de mi ardilla roja y pegada a mi taza humeante de café con leche y tres terrones de azúcar.

Tenía los pies apoyados en la barandilla, que me ocultaba gracias a la infinidad de flores que cubrían las barras de hierro, lo que me permitía tener apoyado sobre mis muslos mi cuaderno de dibujo, donde todos mis diseños yacían guardados como oro en paño.

Lady S empezó a hacer ruido dentro de su refugio de madera, obligándome a comprobar que estaba bien, aunque lo único que pude ver fue una temible batalla entre una ardilla roja y una implacable nuez, su peor enemigo.

Sonreí, prestándole atención de nuevo a mi cuaderno. Ni mano derecha se deslizaba con soltura sobre el papel, marcando los trazos con intensidad, bordeando la voluptuosa falda que aquella mañana me había inspirado, siendo presa de la más profunda felicidad.

Estaba en una burbuja donde todo, de repente, iba bien, y no había necesitado ninguno de mis amuletos para que aquello ocurriera. Llevaba meses viendo cómo Bastien, mi promiscuo vecino, besaba con pasión a las chicas que, acto seguido, lanzaba sobre su cama, y ahora era yo, Agathe Tailler, la que había probado aquellos labios que habían vuelto locas a tantas mujeres.

Él sentía algo por mí, lo había dicho frente a mí, frente a Guste y a aquel presentador cuya entrevista ya había olvidado y, de pronto, me sentía menos insegura.

Del interior de mi claustrofóbico piso oí un portazo, lo que me recordó que debía cerrar el ventanal del salón si no quería que mis paredes se vinieran abajo.

Después de un día de tormenta, siempre acechaba la ventisca.

Me bebí lo que quedaba de café de un trago, dejé mi taza sobre la mesa a mi derecha e hice lo mismo con mi cuaderno de notas, antes de bajar los pies de la barandilla para posarlos sobre el suelo.

Quise volver a entrar en casa, aunque el estridente sonido de la persiana de enfrente al levantarse fue suficiente para que me detuviera junto a la puerta, sonriendo como una preadolescente, aunque, visto lo visto, había chicas de doce años que ya habían tenido más experiencia que yo.

Me apoyé en el marco de la puerta, esperando ver aquel espectacular cuerpo comparecer tras la ventana, juntando mis manos porque no sabía qué hacer con ellas.

Parecía la protagonista del primer episodio de una serie de Disney Channel, aunque tampoco me importaba demasiado.

—¡Que te vayas al cuerno! —gritó, indudablemente, Bastien, cuando la persiana todavía no le había permitido vislumbrarme.

Ladeé la cabeza al escuchar otro grito que no logré descifrar, tal vez porque quien lo hubiera pronunciado estaba lejos de mi vecino.

Descubrió su torso desnudo, digno de un atleta griego, tan bien definido y simétrico, ideal de cualquier artista del Renacimiento y, para qué engañarnos, también el mío.

—¡Yo sé lo que me hago, no sería la primera vez que consiga des...! —chilló Bastien, cuando la persiana ya había subido por completo, permitiéndole verme allí plantada, atenta a lo que fuera que estuviera a punto de decir. Pero él se calló de golpe, sorprendido porque estuviera allí.

—Buenos días —dije, tras varios segundos de silencio.

Él borró su gesto de asombro para formar una pequeña sonrisa de pronto, casi obligándose a ello.

—Buenos días, Aggie. Tenía ganas de verte —dijo, aunque parecía tenso.

Fruncí ligeramente el ceño, aunque no quise darle demasiada importancia.

Querido jefe NarcisoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora