Capítulo veinticuatro

24.8K 1.5K 128
                                    

Naratón 1/3 (¿lo pilláis? Nar(cisse) + (mar)atón JAJAJA QUÉ TONTA DEL CULO SOY)

Bastien me esperaba apoyado en una de las grandiosas columnas neoclásicas que sostenían el porche de la entrada al aún más inmenso edificio de Laboureche.

Me coloqué el bolso sobre el hombro derecho, me escondí los dos mechones que caían sobre mi rostro detrás de mis orejas y me decidí a andar en su dirección.

No había sido la mejor de las ideas ir andando hacia allí, más que nada porque había perdido algo más de treinta minutos de mi vida reflexionando sobre si era buena idea lo que estaba a punto de hacer o si debía volver a mi casa a darme una ducha de agua fría y a meterme en la cama a ahogar mis penas en mi bol de golosinas, aunque, por supuesto, había optado por la primera opción, bajo el sol abrasador de finales de julio y la horrible humedad provocada por el Sena que acentuaba un insoportable calor cada vez más evidente, como si la atmósfera intentara advertirme que estaba acercándome al infierno.

Aún así, había logrado llegar con vida a Laboureche, tal vez algo despeinada y probablemente algo sudada, aunque rezaba para que el desodorante siguiera cumpliendo su única función. De no ser así, lo sabría pronto.

Bastien no me había visto todavía, observando su teléfono móvil a la vez que sacudía su pierna izquierda con impaciencia, tal vez mostrando también lo poco emocionado que estaba ante la idea de haberse ofrecido a ayudarme, por alguna razón que todavía desconocía.

Subí las escaleras con la cabeza gacha, aunque más bien porque estaba decidida a no tropezarme delante de la multitud que transitaba aquella misma entrada, no porque no quisiera que nadie me advirtiera. Sin embargo, lo segundo tampoco parecía mala idea, puesto que, en teoría, yo no podía entrar en aquel edificio.

—¿Aggie? —rio alguien desde lo lejos y estuve segura de que era la voz de mi vecino.

Levanté la cabeza lentamente, intentando no mostrar lo asustada que estaba de repente, aunque lo que vi fue suficiente para tranquilizarme.

En su rostro acariciado por los primeros indicios de una barba semanal, se hallaba una radiante sonrisa que acompañaba con armonía la forma en la que una de sus cejas se mantenía arqueada, formando dos curiosas marcas de expresión en su frente, que, desde luego, no restaban belleza a aquellas marcadas facciones tan bien esculpidas.

Escondió su móvil en el bolsillo trasero de sus pantalones de pinzas beis y, acto seguido, se pasó una mano por su cabello castaño, ordenando los mechones rebeldes que despuntaban de su logrado tupé.

Me acerqué a él intentando mantener una tímida sonrisa que claramente era el reflejo de mis nervios, aunque intentaba fingir todo lo contrario.

Me dio una palmada en el hombro a modo de saludo, algo más fuerte de a lo que yo estaba acostumbrada, provocando que me desplazara hacia la izquierda ligeramente y tuviera que rezar a doscientos veinticinco dioses a la vez para que no me dejaran caer por las escaleras, porque aquello habría sido mi fin.

Bastien volvió a reír.

—Pensaba que no vendrías —dijo, cuando estuvo seguro que de no iba a caerme.

Me encogí de hombros, porque tampoco me apetecía aburrirle con la maravillosa historia sobre la horrible caminata que casi me había fundido la última neurona que quedaba en mi cerebro.

—Vamos —dijo con decisión, dándose la vuelta hacia la inmensa po uerta de entrada, haciéndome un gesto con la mano para que le siguiera.

Fui detrás de él sin rechistar por todo el camino hacia el vestíbulo, tan grande y majestuoso como lo recordaba, dándome cada vez más cuenta de la tontería que estaba haciendo arriesgándome a pasar la vergüenza más grande de mi vida si alguien me reconocía y decidía echarme en contra de mi voluntad de aquel lugar.

Querido jefe NarcisoWhere stories live. Discover now