Capítulo ochenta y cinco

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—¿Está segura de que van a estar bien? —preguntó el chófer cuando yo ya había salido del vehículo e iba hacia la puerta de Guste para ayudarle a bajar también.

Asentí con la cabeza a la vez que él me ayudaba a sacar a su jefe con cuidado, aunque él se estuvo quejando todo el tiempo alegando que era capaz de andar por sí mismo, algo que en el Carrousel du Louvre había demostrado que era mentira.

—Sé andar —murmuró, cuando agarré su cintura con mi brazo.

—Eso espero, porque no creo que pueda cargar contigo hasta un quinto piso —respondí, viendo cómo el chófer nos observaba dubitativo.

—Llámenme si necesitan mi ayuda, no tardaré en llegar —dijo, cuando Guste y yo ya habíamos empezado a avanzar hacia el edificio.

Volví a asentir con la cabeza, aunque estaba segura de que no hacía falta tanta insistencia. ¿Qué podía pasar?

Saqué las llaves de mi clutch y abrí sin dificultades la pesada puerta de cristal y hierro forjado mientras Guste se apoyaba en sus laterales, antes de entrar.

Como si fuéramos una pareja de ancianos, agarró mi brazo para tener un punto de apoyo y, así, juntos, llegamos al ascensor, que rápidamente nos subió hasta el quinto y último piso, frente a la puerta blanca que, con la segunda llave que tenía guardada, nos abrió paso al interior del pulcro apartamento.

Fue Guste el que encendió las luces antes de soltarme y dirigirse hacia el sofá, como si le hubiera costado horrores el haber llegado hasta allí, dejándose caer con una pequeña sonrisa de satisfacción, permitiendo que fuera yo la que cerrara la puerta.

Solté mi clutch sobre el sillón y, sin dejar de observar a Guste, quien había cerrado los ojos al apoyarse en el respaldo del sofá, me decidí a ir a buscar una toalla al baño para limpiarle la sangre que alteraba la belleza de su rostro.

Abrí varias puertas en mi camino hacia el baño, ya que nunca había estado allí, aunque tan solo me encontré con un armario lleno de abrigos y zapatos y una despensa cerca de la siguiente puerta, que era la de la cocina.

Cuando conseguí llegar a mi destino, ni siquiera me sorprendió que aquello estuviera infinitamente más limpio y ordenado que mi propio baño y no tardé en encontrar una toalla para el rostro que humedecí bajo el grifo a la vez que me observaba en el gran espejo iluminado.

Tenía unos círculos oscuros bajo los ojos que ni siquiera mi maquillaje había podido ocultar y ya no quedaba prácticamente nada del labial fucsia que tanto me había gustado aquella mañana. No estaba perfectamente peinada como cuando había salido de casa y tampoco parecía tan jovial como siempre había querido aparentar, sino más bien alguien completamente agotado.

Bufé, dándome por vencida al observar mi horrible reflejo, y, escurriendo ligeramente la toalla para no ir degotando por todo el apartamento, volví a donde se encontraba Guste, que ya se había quitado su americana azul y la había dejado sobre sus piernas, que se movían arriba y abajo con nerviosismo.

—Voy a intentar quitarte la sangre —le advertí, sentándome junto a él.

Asintió con la cabeza y se giró hacia mí, todavía con mis ojos cerrados.

Llevé la toalla a su pómulo izquierdo y le vi fruncir el ceño cuando tan solo había acariciado su piel, aunque no se movió ni se quejó en ningún momento.

La sangre seca era difícil de limpiar, aunque evité hacer presión, ya que estaba empezando a acercarme al moratón que se había formado alrededor de su ceja y lo último que pretendía era hacerle daño.

Me acerqué un poco más para sujetar su cabello mientras limpiaba las raíces que le contorneaban el óvalo de su rostro y él abrió los ojos de pronto, como si me hubiera sentido tan cerca, sintiendo mi aliento sobre su ahora pálida piel.

Querido jefe NarcisoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora