Tercera balada de Miranda

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El asunto era sencillo: si quería recuperar a su esposa y a su hijo, tendría que
matar a alguien.
Eso dijo la voz distorsionada al otro lado del teléfono. Le dio la dirección de
un edificio abandonado, e instrucciones muy específicas: entra, sube al segundo
piso, encontrarás a un hombre de corbata atado a una silla, piensa en algo
agradable, y luego dispárale en la frente.
Y ahí estaba él, observando al hombre encapuchado y vestido de traje. No tenía
que saber quién era, sólo disparar y salir de ahí, su esposa Miranda y su pequeño
hijo se lo agradecerían. El silenciador del arma prometió no llamar la atención,
las balas parecían excitadas, como actrices a punto de salir a escena. Él sudaba,
se decía a sí mismo que no podría. Las paredes lo miraban expectantes, y de
haber tenido labios, hubiesen esbozado una sonrisa. Sus pensamientos hacían
fricción, la línea entre el amor y el salvajismo se volvía más fina a cada segundo.
El hombre divagaba, sus manos querían soltar el arma, pero también querían
volver a tocar el rostro de su hijo y el de Miranda. El tiempo se le terminaba, y
las voces en su cabeza no se ponían de acuerdo.
Finalmente, su mano levantó el revólver. La vista se clavó en el cráneo del
hombre atado, el silencio cedió paso a los latidos de tambor, se escuchó un «lo
siento» prematuro, y una bala atravesó la cabeza del sujeto en la silla.
La ciudad no escuchó nada.
El hombre con el arma se tumbó en el suelo. Después de llorar un rato, su dedo
pulgar se hundió en el número uno del teléfono, tal como se lo habían pedido.
Luego esperó a que entrara la llamada.
«Está hecho», dijo él, con la voz fragmentada por el llanto.
No hubo respuesta alguna.
El hombre seguía revolcándose en lágrimas cuando sus ojos notaron un detalle
abrumador: las uñas pintadas del hombre muerto. Una sensación de alarma
levantó su cuerpo y sintió el salvaje impulso de destaparle el rostro. Al hacerlo,
se dio cuenta de que no se trataba de un hombre, sino de una mujer.
Y no cualquier mujer: era Verónica, la chica de su oficina con la que se
acostaba. La chica por la que se había perdido tantas cenas con Miranda y su
hijo. La mujer por la cual la palabra fidelidad fue distorsionando su significado.
Y desde adentro, como una bestia frenética corriendo por un túnel, una
monstruosa conclusión salió por un orificio en su cabeza. Entonces supo lo que
había ocurrido.
*
«Está hecho», escuchó Miranda y colgó el teléfono inmediatamente. Sus ojos
tiritaban decididos a reprimir las lágrimas. Tantos años entregada a él, amándolo,
respetándolo, fingiendo creer en sus excusas y en cada historia fantástica que le
contaba para evadir sus preguntas. Tantas noches en las que él no llegó a casa,
hasta que ella decidió averiguar lo que pasaba.
Miranda acarició la barbilla de su pequeño hijo, y éste sonrió justo como su
padre. Lo tomó de la mano, recogió las maletas, y salió de aquella habitación de
hotel…

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