Capítulo sesenta y nueve

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Sin embargo y por mucho que quisiera cavilar sobre lo que estaba haciendo bien y qué estaba haciendo mal, que era prácticamente toda mi vida, tenía que darle al menos una razón por la que ni siquiera le había abierto la puerta en aquellos últimos cuatro días, porque se la merecía.

Me incorporé lentamente, deteniendo mi llanto al intentar secar mis lágrimas con mis manos, advirtiendo su perfecta figura apoyada en la barandilla, completamente vestido como pocas veces lo había estado.

Estaba serio, aunque no parecía enfadado, observando con detenimiento mi balcón, sin saber que yo me encontraba tras la puerta corredera, tal vez intentando pensar en qué debía hacer.

—¿Aggie? —dijo al fin, aunque estaba segura de que no podía verme todavía.

Tomé el aire necesario para poder responderle, aunque nada salió de entre mis labios.

Me quedé al borde de la cama, mirando mis brillantes sandalias plateadas, sin saber qué más podía hacer.

¿Qué iba a decirle? "Te he estado evitando porque Narcisse me dijo que me quería" no parecía una buena respuesta y lo último que quería en aquel momento era romperle el corazón de la forma en la que fuera. Y ya me daba igual si había sido sincero o no, tan solo no quería hacerle daño como, evidentemente, se lo había hecho a Narcisse.

Bastien me llamó de nuevo, frunciendo el ceño, intentando averiguar lo que ocurría tras la puerta.

—No estoy en casa —advertí, sonriendo ligeramente, aunque mi voz todavía se mostraba temblorosa debido a mi incesante llanto.

Él pareció oírme a pesar de que estuviera encerrada y pronto le vi soltar la barandilla negra para dar un paso atrás, como si mi voz fuera la de un fantasma.

—¿Qué te ha hecho ese hijo de...?

Se interrumpió a sí mismo y estuve a punto de responderle que qué le había hecho yo. Era una maldita cobarde, debía aceptarlo de una vez por todas.

Me levanté, dándome por vencida en mis intentos de evitarle, porque aquello no iba a durar para siempre y era imposible que nos hiciera bien a ninguno de los dos.

Hice correr la puerta hacia la izquierda, descubriéndome frente a mi vecino y mi juguetona ardilla, que salió en mi búsqueda nada más poner un pie en la terraza.

—Estoy bien —mentí.

Él negó con la cabeza, clavando aquella mirada azulada en mí como la muestra más pura de su preocupación por mi estado. Y es que, realmente, no me apetecía mirarme a un espejo en aquellas condiciones y debía de estar deplorable.

—¿Qué te ha hecho Narciso? —insistió, como si supiera perfectamente que él era el culpable de mi llanto, aunque la única que podía serlo era yo.

—No me ha hecho nada —dije, sonriendo, intentando levantar la mirada hacia él—. Yo... Yo soy la culpable de todo lo que pueda ocurrir a partir de ahora.

Y sí, lo era, aunque él todavía no lo sabía. Ni él, ni probablemente nadie.

Él apretó los puños a ambos lados de su cuerpo y, antes de que pudiera darme cuenta, se agarró de la barandilla y se impulsó para ponerse de pie sobre ella, antes de dar un largo paso hacia la mía, cayendo de un salto frente a mí.

No me moví, ni siquiera cuando le vi dar dos pasos hacia mí para rodearme con sus fuertes y acogedores brazos.

—Eh, no quiero verte llorar por alguien que no vale la pena —me susurró, como si comprendiera la situación.

—Él no me ha hecho nada —repetí—. Solo que... Me he enterado de algo y probablemente no era el momento ni el lugar para saber comprenderlo. Estoy aturdida, eso es todo.

Querido jefe NarcisoWhere stories live. Discover now