━ 𝐋𝐈𝐕: Yo no habría fallado

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York era grande, pero sus calles eran estrechas y serpenteantes, perfectas para sitiar enemigos. Los nórdicos habían aprovechado aquella ventaja, diseñando trampas mortales que habían causado las primeras bajas en las filas de los sajones. Habían cavado zanjas, colocado estacas y creado tranqueras para cortarles la retirada y forzarlos a ir por donde ellos querían. Les habían sorprendido con lluvias de flechas y los habían quemado vivos con antorchas y aceite hirviendo. Sus gritos de dolor y sufrimiento eran música para los oídos de los vikingos, quienes no estaban teniendo piedad con ellos.

Los nervios que antes le habían mordisqueado las entrañas se habían desvanecido sin dejar rastro, dando paso a una inconmensurable euforia. La adrenalina empezó a correr anárquica por sus venas al mismo tiempo que una familiar emoción la acompañaba, vigorizándola, haciendo que cualquier miedo e inseguridad quedase relegado a un segundo plano. Su espada estaba teñida de rojo y sus iris esmeralda centelleaban con un brillo casi febril.

Drasil miró a su alrededor, sus ojos delineados en negro saltando de un combatiente a otro. El humo era cada vez más espeso, lo que dificultaba bastante su visión. Ella y Eivør habían tomado caminos diferentes luego de que un grupo de soldados ingleses se les echara encima, obligándolas a separarse, y ahora la hija de La Imbatible no podía evitar buscar a su mejor amiga en cada skjaldmö con la que se cruzaba. No obstante, se forzó a no perder la calma y a mantener la cabeza fría.

Elevó su escudo cuando un beligerante del bando contrario echó a correr hacia ella con su arma en ristre. Detuvo la embestida sin apenas esfuerzo y contraatacó, enarbolando su espada con rudeza. En tres movimientos tuvo al cristiano muerto a sus pies, con un profundo corte en el lateral de su cuello.

Pensó también en Ubbe, en si estaría sano y salvo. No le había vuelto a ver desde que se habían despedido hacía ya una hora, poco antes de que Æthelwulf y sus hombres irrumpieran en la ciudad. El primogénito de Ragnar y Aslaug le había prometido en la intimidad de su carpa que volverían a verse una vez que la batalla hubiese finalizado, y Drasil había querido creerle. Necesitaba hacerlo, de lo contrario... Prefería no imaginarlo. La sola idea de que pudiese sucederle algo la dejaba sin aliento.

Sacudió la cabeza con brusquedad, a fin de librarse de esos pensamientos que no hacían más que trastocarla y distraerla de lo verdaderamente importante: la contienda que estaba teniendo lugar a su alrededor. Así pues, respiró hondo y trató por todos los medios de dejar su mente en blanco, para después ordenarles a sus piernas que se pusieran en movimiento.

La escudera recorrió la caóticas calles sin saber muy bien hacia dónde dirigirse, esquivando cuerpos tanto de vivos como de muertos y enfrentándose a todo aquel que se interponía en su camino.

El sol se había ocultado tras unas oscuras nubes que auguraban tormenta. Su luz apenas rasgaba aquella densa cortina incorpórea, provocando que York permaneciera sumida en una lobreguez crispante. Aquello, junto con la neblina ocasionada por el humo —cuyo propósito era despistar y desorientar a los sajones—, hacía que Drasil tuviera la sensación de estar atrapada en el frío Niflheim, el reino de la oscuridad y las tinieblas. Casi podía sentir la temible presencia del dragón Níðhöggr, que roía sin cesar las raíces del fresno perenne Yggdrasil.

Fue entonces cuando vislumbró un rostro familiar entre aquel maremágnum de terror y confusión.

Drasil se detuvo en seco ante la exuberante melena rojiza que ondeaba al viento. Su dueña, Liska, luchaba contra un par de ingleses que la tenían acorralada contra la pared. A la muchacha le estaba costando bastante deshacerse de ellos, a pesar de que siempre aprovechaba la más mínima oportunidad para alardear de sus habilidades en combate.

En un pequeño traspié por parte de uno de los hombres, Liska logró desarmarlo. La pelirroja fintó y hundió el filo de su espada en el pecho de su adversario, horadando su peto y causándole una herida mortal. Estuvo a punto de hacer lo mismo con el otro, pero este fue mucho más rápido y, de una brutal embestida, la despojó de su broquel. Liska reculó unos pasos, tambaleante. El muro que tenía detrás impidió que cayera al suelo, pero también la dejó a merced de aquel cristiano que se había empeñado en ser su verdugo.

➀ Yggdrasil | VikingosWhere stories live. Discover now