Capítulo sesenta y siete

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-Buenos días, tía Claud -rugió el jefe al atravesar el marco de la puerta, haciendo una estelar aparición a una hora que no le correspondía.

-Oh, Narciso, vete de aquí, estamos trabajando -le indicó Claudine, sin mirarle siquiera, continuando con su presentación de diseños.

Levanté la mirada de mi boceto hacia Narcisse y sentí una punzada en mi estómago, como un golpe de realidad. Sí, él estaba allí y sí, me estaba observando con aquellos bellos ojos castaños, haciendo aletear sus largas y oscuras pestañas a la vez que una pequeña sonrisa se formaba en su rostro.

-Yo también vengo por trabajo -le reprendió, colocándose junto a ella.

Vi a Claudine poner los ojos en blanco antes de girarse hacia su sobrino bisnieto, con cara de pocos amigos. No era una mujer malhumorada, en absoluto, pero estaba claro que le molestaba la presencia de alguien que no fueran sus Selectos en su horario de trabajo.

-¿Y qué es lo que quieres, exactamente? Porque que yo sepa, en la reunión de anoche pudimos hablar sobre todo lo que concierne a...

-Necesito hablar con la señorita Tailler en mi despacho. Es urgente -la interrumpió, con la voz firme y confiada, apartando su mirada de mí para fijarla en ella.

Yo cerré los ojos a la vez que apretaba los labios, intentando no morirme de la vergüenza al saber que todos se habían dado la vuelta hacia mí. Incluso Michele, que nunca parecía querer meterse en ningún asunto que no le incumbiera, había dirigido sus ojos negros hacia mí.

-Oh, Dios mío... -oí murmurar a Jon, antes de escuchar como intentaba contener su pequeña carcajada.

-Y yo necesito terminar mi presentación. Hazme el favor y espera al descanso, quedan... Dos horas. Todo puede esperar -dijo la jefa sin titubear.

-Siempre habéis sido seis Selectos y os las habéis arreglado. Porque me la lleve media hora nadie morirá -le respondió Narcisse, con absoluta impasibilidad.

Cuando tuve el valor para levantar la mirada de nuevo hacia él comprobé que él también lo había hecho y, sin ningún reparo, se relamió el labio inferior, delante de todo el mundo.

Debía de estar rojísima, pues me ardían tanto las mejillas que podrían haber freído un huevo en ellas sin ninguna clase de problema.

-Oh, madre mía, qué horror -espetó Claudine-. Venga, idos, haced lo que tengáis que hacer pero fuera de mi taller.

Sentí morir en aquel instante, con todas las miradas posadas en mí, prácticamente todas confusas, aunque la lujuriosa de Narcisse no pasó desapercibida. Ni para mí, ni para nadie.

Me levanté, impulsada por la misma vergüenza que me provocaba querer desaparecer momentáneamente, para rodear mi mesa y dirigirme hacia Narcisse, gritando con la mirada que quería salir de allí antes de que alguien se diera cuenta, a parte de Claudine y probablemente Jon, de lo que estaba ocurriendo.

Pasé por al lado de un sonriente y evidentemente satisfecho Narcisse Laboureche, que me siguió con la mirada hasta que decidió preferir andar detrás de mí, dándome una distancia prudencial que, probablemente, no hizo más que aumentar el murmullo que ya se había formado en el taller.

No me detuve hasta que oí cómo las puertas se cerraban y fue entonces cuando me giré hacia él, quien, sigiloso, se estaba acercando a agigantados pasos hacia mí.

Intenté reanudar mi marcha para alejarme, fuera de la zona de peligro que suponía el pasillo a aquellas horas de la mañana, pero él se me adelantó, agarrándome de la muñeca para arrastrarme junto a él.

Querido jefe NarcisoWhere stories live. Discover now