Capítulo sesenta y cinco

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Tanteé la pared en búsqueda del interruptor y, cuando logré encender la luz, vi la sala de las telas, que debía asemejarse a mi espacio en el cielo, porque era sencillamente espectacular. Había tres enormes estanterías que cubrían al completo las tres paredes principales de la estancia, llenas de telas separadas por todos los colores y sus distintas y hermosas tonalidades y todas las texturas de tela imaginables, desde chambray hasta batista. Mentiría si dijera que aquel no era mi lugar favorito en el mundo.

Cogí la gran escalera que había apoyada en la estantería de enfrente y la deslicé hacia las telas de colores más fríos y oscuros, como el tono Navy Peony que había tenido en mente durante todo el proceso creativo.

Dejé mi boceto sobre la moqueta para poder subirme a la escalera y alcanzar el tafetán y luego tuve que deslizarme ligeramente a la izquierda para poder llegar a la muselina, en un tono más claro.

Con mis dos telas bajo los brazos, conseguí bajar a duras penas, intentando no perder el equilibrio.

Justo cuando me agaché a recoger mi boceto, la escalera, inesperadamente, cayó hacia atrás, provocando un estruendo completamente innecesario que me hizo gritar, aunque, por suerte, no había roto nada.

Dejé las telas en el suelo y fui a por la escalera para dejarla en su sitio, pero era mucho más pesada de lo que parecía a primera vista y tuve que usar una fuerza que no tenía para poder levantarla, aunque, al final, lo conseguí.

Cogí mis telas y me dirigí a la puerta, dando por concluida la aventura al paraíso de la moda con un suspiro.

Volví al taller para dejar lo que había ido a buscar sobre la mesa y, cuando me di cuenta de que había olvidado mi diseño en la sala, tuve que respirar hondo para no perder la calma. Vaya día me esperaba.

Regresé sobre mis propios pasos hacia la habitación de las telas y revisé el lugar en el que estuve segura de que había dejado el boceto varias veces, incluso dándome la vuelta sobre mis propios pies, aunque no logré visualizarlo, lo que me dejaba una única opción: con el impacto de la escalera, había volado para acabar bajo una de las estanterías. Y, efectivamente, tenía razón.

Tuve que tumbarme boca abajo y pegar mi mejilla izquierda en la moqueta para poder visualizar la hoja allí mismo, aunque dudaba que pudiera alcanzarla por aquella pequeña rendija por la cual solo cabía mi mano. De todas formas, lo intenté y seguí intentándolo, raspándome el brazo con mis impulsos contra la estantería y, justo cuando mi dedo corazón rozó el papel, un ruido me sobresaltó.

—Tía Claud, la he cagado —dijo Narcisse Laboureche a mis espaldas, confundiéndome una vez más con mi jefa.

Golpeé mi hombro por el susto y raspé todo mi brazo al intentar incorporarme, sin haber conseguido llegar a mi boceto, aunque era lo único a lo que quería prestar atención en aquel instante.

—Buenos días —dije con la voz ronca, evidenciando mi falta de sueño.

Me di la vuelta hacia él, que estaba apoyado en la puerta, ojiplático al encontrarse conmigo y no con su querida tía abuela, a la que, visto lo visto, visitaba de madrugada en el taller.

—¿Qué estás haciendo a las cuatro y media de la mañana en mi edificio? —preguntó, cruzándose de brazos, llamando mi atención sobre su americana azul y mi corbata roja. Mi corbata.

—No podía dormir —evidencié.

Él apartó la mirada, pasándose una mano por el pelo, desordenando sus sueltos tirabuzones oscuros.

—Bienvenida al club —susurró, como si no pudiera oírle.

Me levanté del suelo sin mi boceto, como si no lo necesitara más y prioricé mi huida a quedarme a solas en una habitación con Narcisse Laboureche, quien me hacía sentir extraña de un modo que ni siquiera yo podía descifrar.

Querido jefe NarcisoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora