Capítulo cincuenta y cuatro

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No dije nada, porque sabía que no le iba a gustar que me entrometiera, aunque fuera él quien lo había confesado.

Salimos del invernadero, todavía rodeados de las más bellas y llamativas flores, donde el sol deslumbraba con intensidad, aunque él ni siquiera se volvió a colocar las gafas de sol. Estaba tan ensimismado, tan metido en la historia que le recordaban aquellas simples flores negras, que ni siquiera pensaba en que, probablemente, en aquella plaza se iban a encontrar los periodistas que él mismo había avisado.

De pronto y sin previo aviso, Narcisse sacó una de las flores de su ramo y me la tendió, sin mirarme siquiera, tan solo tendiéndome el clavel firmemente y sin que le temblara el pulso.

Me giré hacia él, sin cogerla, provocando que tuviera la levantar la mirada hacia mí. Sus ojos parecían húmedos, como si estuviera a punti de llorar, aunque no tardó en parpadear con rapidez para ocultar el brillo de sus ojos provocado por, tal vez, sus lágrimas.

Sonreí, porque no podía creer que aquel fuera el mismo hombre que había conocido en el autobús.

—¿Por qué me das una de tus flores? —pregunté, sin detenerme.

—Porque es la número veintinueve y sé que es tu número favorito —me respondió con firmeza, sin bajar el brazo.

Apreté ligeramente los labios, aunque no dejé de sonreír.

—¿Cómo lo sabes? —inquirí.

—Porque naciste un día veintinueve, te aceptamos en Laboureche día veintinueve y hoy es día veintinueve y me he sentado en tu cama —respondió, con obviedad.

Tuve que cerrar los ojos para tomar aire y no echarme a reír. Por supuesto, él seguía siendo Narcisse Laboureche.

Sin embargo, acepté el clavel que me tendía, acercándolo a mi rostro ligeramente tan solo para apreciar su belleza.

—Gracias, señor Laboureche —susurré.

De reojo, pude ver cómo una tímida sonrisa se dibujaba su rostro y cómo su mandíbula se tensaba al intentar ocultarla.

Carraspeó cuando se dio cuenta de que seguía observándole y se detuvo en medio de la plaza, señalando con la barbilla una pequeña cafetería.

—Vamos a tomar un café. He visto muchas fotografías de famosos yendo a por pasteles allí mismo, así que es probable que puedan encontrarnos allí.

Hice rodar mis ojos, aunque acepté seguirle hasta allí. Casi había creído que se había olvidado del maldito reportaje.

Nos adentramos en la pequeña y acogedora cafetería de la esquina, donde el amargo aroma de los granos recién molidos del café reinaba en el ambiente el sonido de las distintas máquinas encendidas a la vez, la suave voz de los pocos clientes sentados en sus mesas antiguas y los camareros anotando sus comandas era un armónico festival para mis oídos. Me recordó aquellos momentos en Lyon, cuando iba a observar las rosas en el puesto del mercado, donde solía imaginar mi futuro, aunque nunca habría imaginado que habría terminado aquí, junto al hombre más rico de Francia, en la ciudad más bella del mundo y trabajando para él.

Narcisse me rodeó la cintura, acercándome a él en un delicado movimiento que detuvo mi corazón por varios segundos. Aquello había sido tan inesperado como lo del clavel, aunque no sabía cuál había sido más incómodo de los dos.

Anduvimos hacia la barra mientras yo seguía tiesa, algo que, desde luego, iba a recriminarme en breve.

Tragué saliva antes de levantar mi brazo izquierdo y coloqué mi mano sobre la suya, entrelazando mis fríos dedos entre los suyos, sintiendo cómo de pronto él se estremecía.

Querido jefe NarcisoWhere stories live. Discover now