Capítulo cincuenta

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Las puertas del ascensor de cerraron detrás de mí en cuanto entré entré en él y solo se volvieron a abrir cuando hubo subido una planta, con el único sonido de mi corazón de fondo por unos cuantos segundos.

El vestíbulo, como siempre, estaba abarrotado de gente trajeada que iba y venía, susurrando o gritando palabras incomprensibles aumentando el barullo del edificio, el cual, a esas horas, despedía a todos sus empleados hasta el día siguiente.

El estridente sonido de los diversos teléfonos que había en recepción me recordaban que estábamos a punto de entrar en la locura que iba a suponer la Semana de la Moda, con revistas lichandobpor cubrir nuestro desfile, modelos queriendo lucir nuestros diseños e infinidad de famosos dispuestos a ofrecer lo que fuera para un asiento en primera fila. Y el único que podía conceder todos aquellos deseos, por supuesto, era el hombre que se había quedado con las llaves de mi apartamento.

Esquivé a todo aquel que se interpuso en mi camino, buscando con la mirada a Narcisse, lista para recoger lo que me pertenecía y poder salir de aquel infierno.

Sin embargo, al único que logré visualizar un par de metros más allá, con el pelo engominado y una fina camisa de lino, era la última persona que esperaba ver en aquel lugar a aquellas horas de la noche.

Me detuve durante unos segundos, provocando que algunos de los que cruzaban el vestíbulo me embistieran como si fuera un obstáculo más en su camino, antes de reaccionar.

Realmente había creído que quien me estaba esperando en el vestíbulo, por cómo lo había dicho Claudine, era Narcisse Laboureche y no Louis Sébastien Dumont.

Con las manos metidas en los bolsillos de sus pantalones azules, giró la cabeza para visualizarse allí parada, obstruyendo el paso, sin entender por qué había ido hasta allí y por qué Claudine creía que me estaba esperando a mí.

Sonrió cuando nuestras miradas se cruzaron, aunque yo estaba algo descolocada y no pude responder con la misma rapidez.

—Hola, Aggie —susurró, aunque tuve que leer sus labios para saber lo que decía, ya que no podría haberlo oído desde tan lejos y con tanta gente interponiéndose en nuestro camino.

Decidí avanzar hacia él cuando se pasó una mano por el pelo, intentando deshacer los marcados mechones que la gomina había provocado.

—Mi hermano me envía a hablar contigo y ya sabes, los deseos del jefe son órdenes —rio.

—Podrías haberme avisado desde tu terraza —le dije, dibujando una tímida sonrisa en mi rostro.

—Es que yo quería venir a buscarte.

Bajé un poco la cabeza, azorada.

Bastien me tendió un brazo para que de lo agarrara, aunque primero no entendí por qué lo hacía.

—Vamos fuera, así podremos hablar con tranquilidad —insistió, provocando que volviera a mirarle.

—Vamos.

Sonreí, a la vez que le agarraba del brazo, sintiendo un escalofrío recorrer mi cuerpo, que él debió de sentir, pues rápidamente me observó con preocupación, advirtiendo por primera vez mi dedo vendado.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó, después de carraspear.

Me miré la mano para comprobar que mi dedo no había vuelto a inflamarse y que había mejorado considerablemente desde esa misma mañana.

—Me atravesó la aguja de la máquina de coser.

—¿Y te lo han curado? —inquirió.

Asentí con la cabeza, porque, en parte, era verdad. Quise empezar a andar hacia el exterior, aunque él no se movió y tampoco parecía intenciones de hacerlo.

Querido jefe NarcisoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora