Capítulo cuarenta y tres

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—No estaba llorando —aseguré, haciendo caso omiso de su pregunta.

Él negó con la cabeza, enfatizándolo con un chasquido continuo de su lengua, acercándose a mí mientras lo hacía. No se detuvo hasta quedar frente a mi mesa, donde se apoyó para dramatizar todavía más sus palabras.

—Pero si tu novio ni siquiera está en el top diez.

Intenté apartarme ligeramente, echando mi taburete hacia atrás, tratando de comprender por qué era tan importante para él hacerme saber aquella inútil información.

—Bastien no es mi novio —aclaré, tal vez con demasiada firmeza.

Fue entonces cuando Narcisse sonrió, tal vez por segunda vez desde que le conocía.

—Ya, pero te gustaría —se burló.

Sentí la palma de mi mano mojada por un instante y ni siquiera tuve que mirar para saber que mi dedo había empezado a sangrar. Mi prioridad debía ser desinfectarme la herida y sacarme la aguja, que seguía incrustada en la uña por un lado y sobresalía de la yema por el otro. Era increíblemente doloroso y, aunque no era la primera vez que ocurría, sí que lo era con una aguja tan gruesa.

—¿Acaso te importan mis gustos ahora? —pregunté, intentando mirarle a los ojos sin caerme hacia atrás por culpa del creciente mareo.

Él levantó una ceja, casi desafiándome.

—Tú no eres relevante. Lo que sí creo es que mi empresa ha sido la mejor desde el siglo XIX, libre de escándalos y críticas, y no voy a permitir que una de mis diseñadoras salga con mi rival más directo por un mero capricho y que la imagen de Laboureche se venga abajo por ello —gruñó.

Desde luego que estaba harta de Narcisse. Era la única persona en todo el mundo a la que prefería no soportar ni un segundo más en toda mi vida. Incluso preferiría tener a mi madre rondando la casa de mi vecino como si fuera la suya propia antes de seguir manteniendo conversaciones de aquel tipo con mi jefe.

De pronto, dejé de sentir mi dedo, tal vez porque el dolor ya era demasiado intenso y el hecho de que la intensidad del pálpito hubiera aumentado se estaba haciendo insoportable.

Debí de hacer una mueca extraña con el rostro, porque Narcisse cambió su expresión facial, bajando la mirada hacia mi brazo escondido antes de rodear mi mesa para agarrarme de la muñeca y descubrir mi dedo ensangrentado y malherido.

Desde luego que la aguja había atravesado una vena, porque había mucha sangre para que aquello se tratara de un pinchazo. Aunque, bueno, realmente tenía el dedo empalado.

Su rostro, que se había mostrado burlón durante todo aquel tiempo, cambió súbitamente, mostrando algo que rozaba la preocupación, aunque, tratándose de Narcisse, dudaba que se tratara de aquello.

—Qué asco.

—Pues a mí me duele —gruñí, observando la atrocidad que se había cometido contra mi pobre dedo índice.

Estaba ligeramente hinchado y la sangre salía gota a gota aunque con abundancia del hueco en el que se hallaba la herida, manchándome los puños de mi camisa y rozando la mano de mi jefe, quien me seguía sujetando con firmeza.

—¿Qué estabas haciendo? —inquirió, aunque dudaba que le importara.

Me econgí de hombros.

—Una corbata.

Levantó la mirada para clavarme sus ojos castaños de tal forma en la que parecía extrañamente confundido, como si mi respuesta tuviera algo de excepcional.

Querido jefe NarcisoWhere stories live. Discover now