Cosecha Marchita

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—Estos son los aposentos de los novicios —le enseñó la sacerdotisa mayor a la madre de la niña, señalando la morada destinada a aquellos que comenzaban su instrucción. Se trataba de una estancia empedrada con grandes ventanales que daban al exterior e inundaban la habitación con luz. Como estaba atardeciendo, los colores del crepúsculo teñían el lugar con una cautivadora belleza. Sin embargo, ella no la notaba. Solo tenía ojos para la gran cantidad de camas que se encontraban ahí dentro. ¿Tendré que compartir la habitación con tanta gente? El pensamiento la aterraba en cierta manera. Siempre fue reacia a dirigirse a personas que no conociese con antelación, y el pensar que ahora no tendría más remedio le provocaba una sensación de nudo en la garganta.

—Se ve bien. Servirá —afirmó su madre severamente. Desde que la guerra acabó, comenzó a mostrarse siempre dura y fría. Apenas comía y solía encerrarse en su habitación con frecuencia. Ya no dedicaba mucho tiempo a sus hijos como lo hizo en el pasado, al punto de que algunas veces olvidaba el darles de comer. Ellos se vieron obligados a adaptarse a la nueva realidad y los mayores entre ellos se encargaron de alimentar a los más pequeños. Una persona adulta se habría dado cuenta de que aquella era una mujer quebrantada, despojada de todo deseo. Sin embargo, una niña de nueve años no hubiera sido capaz de notarlo, porque era algo que estaba fuera de su limitada comprensión de las cosas.

La niña apenas comenzó a entender cuánto su madre había cambiado al contemplar descorazonada aquella habitación en la que ahora planeaba dejarla, junto a un montón de gente que ella no conocía. Aun así, no se atrevió a protestar. La dureza en las palabras de su madre le hizo comprender que de nada iba a servir. Ella ya había tomado su decisión. Las lágrimas amenazaban con aflorar, pero se forzó a contenerlas, puesto que supo lo que ocurriría si su madre las notase. Y eso era lo último que deseaba en esos momentos.

La mujer quebrada se arrodilló ante la niña y en su semblante se dibujó un silencioso adiós. La pequeña intentó suprimir sus emociones apretando los dientes; no quería que su madre detectase su debilidad. Sus labios temblaron ligeramente, revelando el miedo que la embargaba, lo que provocó que sintiese un súbito y hondo pavor ante la inminente ira de su madre. Sin embargo, si ella notó ese gesto, decidió ignorarlo para gran alivio de su hija. Entonces se puso en pie y se acercó a la puerta de la habitación.

—Déjeme guiarla a la salida —se apresuró a decir la sacerdotisa mayor. La madre asintió. Entonces salió por la puerta y desapareció de la vista de la niña. Una parte de ella se aferraba a la idea de que en cualquier momento su madre se arrepentiría de su decisión y volvería a buscarla. Para así, juntas regresar a su hogar junto a sus hermanos. Era lo que más deseaba en esos momentos. Sería devota a su madre y le serviría en todo lo que quisiese. Sería buena y nunca le provocaría disgusto alguno. Se iba a encargar de la comida y de mantener limpia la casa. Con tal de que no la dejase en aquel extraño lugar. Esa habitación de fría y dura piedra que ahora se estaba convirtiendo en su celda.

Se quedó allí, quieta, esperando ese momento.

El tiempo transcurrió demasiado lento y la luz que entraba por los enormes ventanales se arrastraba por las paredes rocosas y se apagaba conforme el día llegaba a su fin. Se negaba a contemplar la habitación. Solo tenía ojos para esa puerta de madera ante ella. La puerta que la llevará de regreso a su vida anterior si tenía la osadía de cruzarla. Sin embargo, supo lo que ocurriría si decidía hacer eso por su propia cuenta. No, tenía que ser su madre la que viniese a por ella, no puede ser de otra manera. Así siguió, esperando hasta que la luz del atardecer se extinguió del todo y la oscuridad fue casi completa.

Entonces, la sacerdotisa mayor entró en la habitación, cargando una vela en la mano, y la puerta se cerró tras ella.

—Ven, niña —dijo la anciana tomándola de la mano. La llevó al fondo de la estancia y le señaló una de las camas al final de la hilera—. Aquí dormirás de ahora en adelante. —La miró esperando una respuesta.

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