2• La vida de Kate (II)

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Se hicieron las diez de la mañana y ella recién terminaba de arreglarse, desayunó su cereal con leche saborizada y salió a la puerta a buscar el periódico. Sus padres estaban encerrados en su habitación.

—¿Que haré hoy? No creo que sea buena idea ir al parque de nuevo, pero esta curiosidad me está consumiendo. Que haré...—pensó—.

Al caer la tarde, siendo exactamente las cuatro treinta, el sol había disminuido la intensidad de su luz y se hacía, con el avanzar de las horas, más débil. Por lo que Kate finalmente, después de pensarlo toda la mañana, durante el almuerzo y lo que restó de tarde hasta la hora antes mencionada, resolvió ir al parque, esta vez sola. Al llegar empujando su silla con sus propias manos, llegó a una sombra en el sendero, sacó una bolsa de semillas y empezó a lanzarlas al suelo, mientras, a cada momento, miraba disimulada y ansiosamente hacia todas direcciones.
Cuando su bolsa se vació, tenía solo un puñado, así que los dejó caer en sus piernas y las aves se posaron en sus extremidades y empezaron a picotearle.
Luego de pasar una hora bajo la sombra, alimentando aves y respirando el aire puro del gran parque, el hombre no apareció, y ella, frustrada, regresó a su casa, pensando en lo absurdo que ha sido la manera en que ella quiso afrontarlo. Por suerte, el hombre NO APARECIÓ...

«En que estaba pensando, es imposible volverlo a ver, es una ciudad tan grande y yo soy una mujer tan... Apartada. Nadie va a hablar conmigo como lo hizo él».

A Kate, le hacía falta la compañía de personas aledañas a su familia...

Así pasaron dos semanas. La rutina, sus quehaceres diarios, su vida y su soledad le aprisionaban fuertemente con cadenas de acero en el inmenso vacío de su pecho, causando una lenta agonía y decadencia el simple hecho de despertar, para con dificultad, hacer exactamente lo mismo, todos los días.
En su soledad, ella vagaba por las noches, abriéndose paso entre la cantidad de gente que paseaba por los nocturnos caminos al lado de un lago en medio de la gran ciudad. Entre su rutina, ella seleccionaba dos o tres noches, salía de su casa rumbo a una estación de tranvía cercana, con dificultad lograba subirse al pequeño tren, para así llegar a la calle 73, descender tres cuadras y toparse con un hermoso lago iluminado por el hermoso firmamento, rodeado de un pequeño bosque, una pequeña playa y junto a ella, un camino de asfalto para que la gente pueda transitar, unas bancas, unas cadenas de bombillas amarillas, casi anaranjadas que le daban un toque nostálgico sin llegar a ser deprimente.

Estando allí, empezó a contemplar el comportamiento de las personas durante las noches. «Se ven tan felices... Es como si nada les preocupara». Era el pensamiento que rondaba por su mente sin cesar.

—Eres tú de nuevo. Tenía tiempo sin verte. —alguien dijo en voz alta.

Kate reconoció esa voz y casi dio un brinco de la sorpresa.
Esta vez, no caería ante su orgullo ni sus temores, así que empezó a hacerse la difícil con alguien que nunca ha visto.

—Sí, soy yo. Hace mucho que no te veía. —respondió con tono irónico y sin intentar dar la vuelta.
—Qué haces sola en este lugar? —pregunta el extraño hombre.
—Me gusta venir acá. —responde Kate.
—¿Por qué no te das la vuelta y me miras?
—Porque la última vez no me lo permitiste. Y si quieres verme, tendrás que situarte frente a mí.

Las palabras de ella cortaban como navaja suiza, sin embargo, no dejaba de repetir para sus adentros la frase: «Por favor, que lo haga, que lo haga...», una y otra vez, pero su orgullo, esta vez, le sería su mejor arma.
El hombre, sonríe de una manera arrogante y empieza a rodear su silla de ruedas. Finalmente, Kate y el extraño sujeto, quedaron frente a frente, mirándose seriamente.

—¿Cómo te llamas? —pregunta él—.
—K- Kate. —responde ella, con notable nerviosismo—. Me das un poco de miedo. —añade—.
—¿Miedo por qué?
—Porque la última vez, me hablaste al oído y no me dejaste girar mi silla de ruedas y pensé que me querías hacer daño.
—No, para nada, solo te estaba molestando.

En ese momento, ambos sonrieron, pero ella, lo hacía con plena desconfianza.

—¿Cuál es tu nombre? —pregunta Kate—.
— No es necesario que lo sepas —responde—.
— Eso no es justo, yo te dije el mío así que merezco saber tu nombre.

—Ya debo irme.
—¿Tan pronto? Si a penas empezamos a hablar. Eres un hombre muy malo.

Él rió a carcajadas y le recalcó el hecho de que tenía que irse pronto.

—¿Al menos me puedes dar tu número de teléfono? Así podríamos hablar después...
—No uso nada de esas cosas.
—¿¡En serio!? Se me hace difícil creer algo como eso. Pareces ser joven, y los jóvenes usan celulares.

—Pues yo no tengo tiempo para usar esas cosas. A demás, digamos que soy joven & anticuado. Si quieres verme, tendremos que planear una cita.
—¿¡Una cita!? ¿¡Estás loco!? —responde Kate con vehemencia—. Si a penas vimos nuestras caras por primera vez hace unos minutos.

—Entonces es un no... —dice él—. Vaya, ¿Tan feo estoy? Que ni siquiera una chica sobre ruedas acepta salir conmigo —añade riéndose—.
—Deja de molestarme. —expresa ella con frialdad—. Está bien, dentro de tres días a las cinco de la tarde. ¿te parece?
—Por supuesto, solo dime un lugar al que se te haga fácil llegar y allí estaré.
—En el mismo parque de la última vez. Voy a ir armada. —dice ella—.
—Si intentas hacerme daño, te dejaré caer cuesta abajo en alguna calle. —responde él—. ¿Es un trato? —pregunta dándole la mano para sellar el trato—.
—Está bien.
Ambos se dan la mano, y él, se marcha sin decir alguna otra palabra. Kate lo mira alejarse y luego, cuando se pierde entre la multitud, se queda sintiendo la tranquilidad del lago, en medio de la bulliciosa ciudad repleta de luces.

A tus piesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora