━ 𝐗𝐋𝐈𝐗: Golpes bajos

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Por lo que podía oír, la cosa estaba bastante reñida. Había partidarios tanto de Eivør como de Runa.

Volvió la vista al frente, a aquella maldita diana que parecía estar regocijándose a su costa. Apretó con fuerza la empuñadura de la daga y, luego de tomarse unos segundos para poder concentrarse y apuntar a su objetivo, efectuó un primer lanzamiento.

Un silbido metálico cortó el aire, seguido del chasquido de la madera al astillarse. La punta del cuchillo se hundió en el interior del círculo más externo de la diana, provocando que Drasil farfullara para sus adentros. Si bien siempre —o casi siempre— acertaba a aquello que estuviera apuntando, muy pocas veces lograba que el tiro fuera perfecto, y más desde que había resultado herida en el campo de batalla.

—Estás mal colocada —articuló una voz varonil.

La escudera viró la cabeza hacia su derecha, topándose con la inconfundible figura de Hvitserk Ragnarsson, que esbozó una sonrisilla pícara cuando sus miradas se encontraron. Ella no pudo hacer otra cosa que fruncir el ceño.

—Y la posición de la muñeca es incorrecta —prosiguió el muchacho debido a su silencio. Llevaba un talabarte del que colgaban un hacha y una espada larga.

La curiosidad bailó en los ojos de Drasil, que recuperó el puñal y volvió sobre sus pasos, situándose nuevamente en la línea de lanzamiento. Se pasó una mano por la larga trenza en la que ese día había recogido su cabello y adquirió una posición en jarras, a la espera de que le brindase más detalles.

—Pon las piernas así. —Hvitserk se posicionó a su lado. Olía a sudor y a madera de pino—. Flexiona ligeramente las rodillas. Echa los hombros hacia atrás y relaja la muñeca. Lanza la daga cuando hayas expulsado el aire —la aleccionó.

Al principio, la hija de La Imbatible se mostró algo reticente, dejándose llevar por su vena orgullosa, pero, al percatarse de que no había rastro alguno de burla en sus palabras, acabó cediendo. Siguió todos y cada uno de sus consejos, colocándose tal y como el joven le había indicado, y arrojó el cuchillo. Para su sorpresa, este se clavó mucho más cerca del centro, en el interior del segundo círculo.

Al verlo, Hvitserk ensanchó su sonrisa.

—De nada —bromeó, cruzándose de brazos.

Drasil lo observó de soslayo. Le resultó imposible no ver a través de él al fantasma de Aslaug. De todos sus hijos, Hvitserk era, a juicio de la castaña, el que más se parecía físicamente a ella. Tenía sus mismos rasgos faciales —la nariz larga y recta, y los pómulos afilados— y su misma mirada penetrante.

—¿Quieres algo, Ragnarsson? —preguntó Drasil, volteándose hacia el susodicho con una lentitud impaciente. Ella también se cogió los codos, haciendo que su saya de cuero crujiera en el proceso. Esta vez no se molestó en ir a por el puñal.

Hvitserk negó con la cabeza.

—No. Tan solo me apetece hablar contigo —contestó, encogiéndose de hombros con naturalidad. Aquel gesto, la manera en que había fruncido los labios y arrugado la barbilla, le recordó mucho a Ubbe. Aunque eso no era lo único: también poseía el carisma y la desenvoltura a la hora de departir que tanto caracterizaban a su hermano mayor.

—No me digas —ironizó la skjaldmö.

Pocas veces había hablado con él, más que para saludarse o intercambiar algún que otro comentario formal en sus escasos encuentros casuales. De hecho, la última vez que habían estado juntos, por así decirlo, había sido aquel día en la carpa de Ubbe, cuando el segundogénito de Ragnar y Aslaug interrumpió un momento bastante íntimo entre ellos.

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