Prólogo

75 5 0
                                    


Tenía los muslos acalambrados luego de haber pasado tres cuartos de hora sobre ese minúsculo lavabo con las piernas dobladas hasta la cintura. Frente al retrete, que era donde descansaba, se encontraba una añosa puerta de madera que estaba cubierta casi en su totalidad por una postal del restaurante chino de Odiz, a tres calles hacia el centro. Tal vez John mencionó que era su antiguo sitio, pero tuvieron que mudarse por algunos problemas con el pago de impuestos y fue reemplazado por Salads Delice. No estaba segura en realidad. Su voz zumbaba lejana, como una especie de eco que se descarriaba entre el hilo de mis incontables pensamientos vibrantes.

Desdoblé las piernas porque un cosquilleo se esparció como pólvora desde mi pantorrilla hasta el dedo gordo del pie. Pinché el músculo; un viejo remedio de la abuela para disipar el dolor por agarrotamiento.

¡Pasan demasiado tiempo echadas sobre el pasto! Acostumbraba a decir cuando Emma, mi hermana menor, y yo, conveniamos tomar el sol frente al garaje en el verano de nuestros tiempos de insti y luego de unas horas el cuerpo se nos acalambraba tanto que acabábamos inmovilizadas. Y la abuela concluía, aunque no sin antes chuparse un cigarro desde el pórtico: Ven a ver acá Celia, el ocio será la perdición de esas chicas.

Desafortunadamente aun con los consejos más arcaicos el cosquilleo no se detuvo, sino que por el contrario corrió contra galope hasta aglomerárseme sobre la garganta y, para mi infortunio, en los ojos.

Concluí, luego de unos minutos, que no era un momento conveniente para echarme a llorar aun cuando la idea resultara abrumadoramente tentadora.

Tocaron la puerta por quinceava vez. Después una reconocida voz, amortiguada por la madera, chilló:

—Amanda —advirtió —que si no abres tiro la puerta abajo. De verdad que voy a hacerlo.

Era Amelia, mi antigua sargento de mis días de colegiala en la escuela para policías. Era inimaginable que aquella tosca y obstinada mujer fuese a convertirse en mi más añeja confidente. La recordaba con una severidad prodigiosa y una trayectoria oficial admirable. Con un recuento de mis días sobre esa época era sin lugar a duda mi mayor herói, a lo que aspiraba en convertirme. Aunque la tía estaba pirada de remate y de buena suerte no la volví a ver por mucho tiempo después de graduarme.

Los azares del destino fueron quienes se encargaron de encontrarnos sobre un bar de la quinta avenida un martes cuatro años atrás. Mi coche se averió luego de saltarme un parachoques tras discutir en el móvil de un cargo no autorizado en mi tarjeta. La tarde era lluviosa y el mecánico tardaría cerca de dos horas antes de presentarse por lo que, motivada por mi espantoso día y mis arraigados y más profundos deseos, me conduje hasta la taberna más próxima. Fue donde la vi; discutiendo con el cantinero por algo que se transmitía en la TV.

Resultaba una ironía que luego de tan insólita, y muy atípica situación, nuestros caminos se enzarzaran hasta la actualidad tan sólidamente.

Su carácter endurecido fruto de sus experiencias fue lo que me hizo llamarla. Entendía que no era más una niña que necesitaba de protección y consuelo, pero tras las condiciones actuales, si mi estado me permitía denominar como atroces, era imposible reprimir a la Amanda vulnerable que en el fondo seguía siendo. Ahora mismo anhelaba que atravesara la puerta y me acariciara la espalda mientras prometía que todo estaría bien, aunque mintiera. Aunque todo estuviera de la mierda.

Imaginar la situación era perversión en su término máximo: una mujer rondando los treinta, tirada sobre el retrete de un restaurante vegano a punto de echarse a berrear tal cual adolescente mientras sacudía las piernas y hacía un berrinche escandaloso. ¡Era tan inmadura! Los ojos me escocieron y me pregunté cuánto más sería capaz de retenerme a mí misma.

Ave LiberadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora