XLVIII: El Monte de los Dragones

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El calor se desprende de él en grandes olas, olas que bañan a los otros dos y se les meten a cada rincón de los cuerpos viejos y maltrechos.

Es sanador. Como si al irse Tsunagu les entregara todo lo que fue a manos llenas, quedándose en ellos para siempre...

De alguna forma...

Que probablemente ni siquiera Tsunagu entiende...

—Fes... ti... val... mil... cancio... nes...

Hizashi parpadea. Los ojos de Tsunagu se hacen un poco más chiquitos al momento en el que sonríe.

Y entonces.

Es todo.

Tsunagu ha muerto.


———


Katsuki abre los ojos. Frunce el ceño cuando se percata de que, frente a él, caen con fuerza las aguas de una cascada.

¿Qué no estaba encerrado en el Castillo de los Todoroki?

Detrás de la cortina de la cascada centellean los que parecen ser un millar de piedras preciosas de distintos colores, lo que hace parecer que el agua misma está hecha de pequeños destellos coloridos.

Una sensación extraña de ya haber visto esto antes, de ya haber estado aquí, le jalonea la consciencia. Pero, luego, antes de que pueda seguir pensando en ello, escucha el sonido del agua agitándose a un costado y percibe a algo moviéndose ahí. Cuando voltea, de golpe, se encuentra con que no se trata de algo, sino de alguien.

El largo cuerpo de Tsunagu está sumergido hasta la cintura en las aguas cristalinas. Su torso está desnudo. Por primera vez, Katsuki ve su rostro completo, sin que éste esté cubierto por cuellos altos y telas gruesas.

Tsunagu no le mira a él, empero. Contempla la cascada con una silente tranquilidad.

—¿Tsunagu?

Su voz hace eco entre sus propios oídos y, por algún motivo, Katsuki no está seguro de haber tenido que mover siquiera los labios para hablar. El aludido inmediatamente voltea a verle y, entonces, le sonríe.

—Kasuro.

—¿Qué haces ahí? ¿Has regresado?

Tsunagu parpadea. Después, asiente.

—Sí —afirma—, he regresado.

—¿En dónde estamos?

—Umm... —el hombre se voltea nuevamente hacia la cascada y luego se encoge de hombros—. Supongo que estamos en todas partes, y a la vez en ninguna.

—¿Huh?

Tsunagu sonríe con más amplitud y eleva la mirada hacia el cielo dorado. El silencio y la calma les rodean.

—Por fin lo entiendo —murmura el hombre entonces—. Tanto tiempo sin saber por qué llegué a este mundo, Kasuro, y ahora por fin lo entiendo.

—Tsunagu, deja de decir estupideces. Explícame.

Katsuki arruga más el entrecejo. Tsunagu se ríe un poco. Parece más alegre y feliz de lo que Katsuki jamás le vio.

—Kasu... ¿puedo pedirte un favor?

Katsuki parpadea, pensándoselo. No le parece que hacerle favores a la gente sea alguna de sus prioridades en aquel momento (o en cualquier otro momento), pero, por algún motivo, algo le empuja a suspirar y, chasqueando la lengua, asentir.

Mi Señor de los DragonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora