CAPÍTULO 03

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Alma se despertó sobresaltada recordando el ceño fruncido de Remiel, aunque debía admitir, que a pesar de la molestia que le había causado con su ultimátum, Remiel era un ser hermoso, fuera de este mundo.

—Obvio que su hermosura está fuera de este mundo, Alma, es un ángel, ¡por amor de Dios! —Pensó la joven en voz alta, dándose una leve bofetada para recriminarse el último pensamiento.

La joven, aún recostada en su cama, miró hacia la ventana de su cuarto y pudo ver que ya era de día, los rayos del sol ingresaban a través de las cortinas, cogió el móvil de su mesa de noche y pudo ver que eran cerca de las ocho de la mañana, seguía siendo raro para ella levantarse a esa hora; antes del accidente, su hora de despertar eran las cinco de la mañana, tenía tantas obligaciones que a veces las horas del día no le alcanzaban.

Se sentó en la cama, restregándose el rostro, luego, rememorando las instrucciones que le había dado Remiel en su sueño, abrió el cajón de su buró y tomó una libreta que siempre guardaba allí para escribir sus pensamientos más íntimos.

—Y ahora, ¿qué se supone que debo escribir? —preguntó Alma para sí misma.

En el encabezado de la libreta, escribió como título, «Cosas por hacer antes de morir», luego se quedó mirando el papel sin saber que más agregar, tras unos minutos de tener la mente en blanco, tachó toda la frase que decía: «antes de morir», se le hizo lúgubre esa parte después de volver a leerlo un par de veces más.

«Escribe hasta lo más ridículo que se te ocurra», pensó Alma en la frase que había dicho Remiel, era como si lo hubiera vuelto escuchar, sacudió la cabeza rápidamente para borrar tan absurdo pensamiento, él había dicho que no volvería a aparecer hasta el día que se cumpliera el año.

Cuando quiso empezar a escribir, fue interrumpida por unos pequeños golpes en la puerta.

—Alma, ¿estás despierta? ¿Puedo pasar? —preguntó su madre, desde el otro lado de la puerta.

—Claro mamá, pasa.

—Qué bueno que estés despierta, mi niña —habló la mayor de las mujeres, sentándose a un costado de su hija—, ¿qué hacías? —preguntó mirando la libreta.

—Nada, mamá, anotando algunas cosas que recordé del sueño que tuve —dijo Alma, cerrando la libreta de golpe.

Su madre la miró extrañada por la actitud defensiva que había adoptado.

—No te preocupes, cariño, no lo miraré sino quieres —expresó Concepción—, recién hablé con Claudia, llamó para preguntar cómo amaneciste —comunicó, mirando a su hija a la cara—, ¿algo que me tengas que contar, Alma? —preguntó, entrecerrando los ojos.

Alma se removió en su lugar, incómoda con la mirada que su madre le daba.

—¡Alma! —pronunció Concepción, de nuevo.

—Nada grave, mamita —contestó Alma, abrazando a su madre—. Ayer tuve una pequeña descompensación, nada más, según el doctor Román, tengo una leve anemia, nada de qué preocuparse, además para tranquilidad de todos, haré caso al doctor e iré a hacerme los análisis que me pidió —expuso, sin soltar el abrazo.

—Sí hija, por favor, sé que, para todos, tu recuperación es un milagro, pero debemos tener cuidado en que todo vaya bien, recuerda el tumor que tienes en la cabeza, no quiero volver a verte en la cama de un hospital, inerte, como si ya estuvieras muerta, sin saber cuándo volverás a despertar —confesó Concepción, con lágrimas que pugnaban por salir.

—Tranquila, mamita, no pasará nada de eso, te lo prometo —respondió Alma, limpiando los ojos de su madre.

Sabía que esa promesa estaba de más, pero Alma no podía decirle la verdad a su madre, no aún, porque entendía que eso terminaría por destrozarla; ya que, tras la muerte de su padre, su madre había caído en una terrible depresión de la cual Alma la ayudó a salir.

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