Capítulo 10 parte 1

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Esa tarde, Terrence se quedó con las ganas de ser asistido en su baño de inmersión. El estómago de lady Candice sufrió una conveniente recaída que la indultó de realizar la tarea que él tanto deseaba. Sin embargo, no se privó de compartir la cama con ella. El malestar de la joven también le valió como excusa para hacerlo; alguien debía cuidar que no se ahogara mientras dormía.

La realidad era que ni lady Candice estaba indispuesta, ni él se quedó por cuidarla. Pero ella no podía echarlo sin descubrirse, situación que él aprovechó. Ella —fingiéndose enferma—, se dejó abrazar por él. Terrence haciendo como que le creía, la consoló en sus brazos, hablándole con palabras suaves. Esa noche, ambos durmieron con una sonrisa; gesto que ocultaron al otro.

Un par de días después, tras notar que la joven se olisqueaba a sí misma con frecuencia, Terrence dio instrucciones a la doncella de que preparara la tina para su señora. Jane acababa de irse para cumplir su encargo cuando él ya estaba maldiciendo su idiotez. Pese a que estaba decidido a no darle comodidades, le costaba tratarla como a una prisionera, como trataría a la zorra interesada de encontrarse en lugar de su hermana mayor; cosa que no sucedería jamás, por supuesto. Amelie no le interesaba ni para que le limpiara las botas.

«A menos que necesite coaccionar a su reacia hermana», murmuró en sus adentros, para eso sí que le servía la duquesa.

Una sonrisita asomó en sus labios al recordar la expresión de terror de lady Candice al decirle que se llevaría a Amelie si ella no accedía a irse con él. Aunque si bien lo dijo para obligarla, estaba decidido a llevarse a la duquesa de cuarta con tal de que la hermana la siguiera. Porque estaba seguro, como que el sol salía por el oriente cada día, que la monjita no iba a quedarse mirando. De una u otra manera ella iba a terminar exactamente donde estaba en ese instante... a su merced.

Desde su posición en el castillo de proa, observó el trajinar de un par de marineros que acarreaban cubetas con agua humeante. Como hombre de mar, estaba acostumbrado a asearse lo indispensable; en altamar no podían darse el lujo de desperdiciar el agua dulce en pro de la pulcritud en lugar de usarla para beber o cocinar. No así lady Candice. Ella era una dama nacida en cuna de oro, poco acostumbrada a las privaciones que conllevaba la vida a bordo, si bien el tiempo pasado en el convento debió curtirla un poco, no dejaba de ser una dama delicada.

Un improperio salió de su boca al darse cuenta que estaba dejándose llevar por el instinto protector que ella le despertaba. Si no lo hubiese traicionado yéndose con el duquecito, ahora mismo estaría disfrutando de los enseres que compró para ella. Todo estaba en una de las bodegas del navío, ocupando espacio que bien podría haberse utilizado para meter más pólvora.

Pensó en el espejo de cuerpo entero con molduras de oro que por poco terminó hecho añicos aquella tarde. Si no lo hizo pedazos fue porque la perspectiva de ella en ropa interior, arreglándose frente a este, mientras él la observaba desde la cama —su cama—, era una fantasía a la que no estaba dispuesto a renunciar.

Cuando la actividad cesó y Jane cerró la puerta del camarote, tuvo que encender un puro. Pero ni siquiera el tabaco fue capaz de controlar las sensuales imágenes que su mente insistía en proyectar. Unas cuantas caladas después, el conocimiento de que en el camarote su casi esposa estaba desnuda, siendo atendida por la doncella —lugar que él se moría por ocupar—, sumergida en una tina de agua humeante, desnuda... ahogó un gemido.

Decidido a no seguir soportando tamaña tortura, apagó el puro con la suela de la bota. No le importó que sus hombres se apartaran de él como si trajera la peste, ni que su rostro mostrara el tormento que experimentaba. Nada iba a impedir que entrara a esa habitación e hiciera uso de sus derechos conyugales.

Excepto la dulce voz de lady Candice al otro lado de la puerta.

Se quedó con la mano en la áspera madera de la puerta, escuchando el tarareo de la joven.

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