━ 𝐗𝐋𝐕𝐈𝐈𝐈: Que los dioses se apiaden de ti

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Sus fuerzas estaban muy mermadas. Los mejores guerreros y escuderas del reino habían acompañado a los Ragnarsson en su empresa de vengar la muerte de su padre, de modo que, en caso de sublevación, de amotinamiento por parte de aquellos que querían a Lagertha fuera del poder, ¿cómo se defenderían? ¿La milicia con la que contaban actualmente sería suficiente para mantener el orden hasta que Björn y los demás regresaran?

Pensó en la conversación que había mantenido esa misma mañana con la soberana, horas antes de que se citara a todo el mundo en la plaza del mercado. Lagertha le había comentado que el interrogatorio no había sido nada fructífero. El hombre se había negado a hablar, incluso cuando los métodos de la afamada skjaldmö se tornaron más... insistentes y persuasivos. Había evadido todas y cada una de sus preguntas, manteniéndose firme en su silencio autoimpuesto, impidiéndoles sacar nada en claro.

Aunque su falta de colaboración no había frenado a Lagertha, ni mucho menos. Al darse cuenta de que su prisionero no iba a proporcionarle la información que deseaba, les había encargado a sus hombres y mujeres de confianza que indagaran al respecto. Sin embargo, estos no habían descubierto nada más allá de su nombre y su ocupación.

Se llamaba Herrøld y era artesano.

—Kaia. —La voz de Hilda, que se hallaba de pie a su izquierda, hizo que saliera de su ensimismamiento. La Imbatible viró la cabeza en su dirección, topándose con los afilados ojos de la seiðkona, que la miraba con inquietud—. ¿Te encuentras bien? Estás muy pálida —consultó, tomándola suavemente de la muñeca.

Kaia parpadeó varias veces seguidas, para después asentir. Se zafó de su agarre y entrelazó las manos sobre su regazo. Echó un vistazo rápido a su alrededor, sus iris grises saltando de un aldeano a otro.

Hilda la observó no muy convencida, pero no insistió. En su lugar, tomó una bocanada de aire y volvió la vista al frente, donde Herrøld —maniatado y ensangrentado— aguantaba con estoicismo los insultos y los comentarios vejatorios que le dedicaban algunos hombres y mujeres libres. A su derecha había dos escuderas que no le quitaban el ojo de encima, cuidando que no cometiera ninguna estupidez, y a su izquierda un hombre alto y fornido, con la cara y los brazos llenos de cicatrices. Este sostenía en sus gruesas manos una gigantesca hacha, cuyo filo destellaba a la luz del sol matutino.

Un verdugo.

Los músculos de ambas se contrajeron cuando vieron aparecer a Lagertha, que permanecía respaldada por Astrid y Torvi. Las tres mujeres se detuvieron junto a Herrøld, quedando de cara a la aglomeración, que no tardó en enmudecer.

Kaia escrutó con sumo detenimiento a la reina, cuyo rostro, que parecía amortajado en piedra, no revelaba absolutamente nada. Su mirada era fría y calculadora, y cada palmo de su cuerpo exudaba poder. El vestido y las joyas que lucía tan solo eran un vago recordatorio de quién era y lo que podría hacer con tan solo chasquear los dedos.

—¡Pueblo de Kattegat! —pronunció Lagertha, alzando la voz para que todo el mundo pudiera oírla. Astrid y Torvi se situaron a sus costados, flanqueándola—. El motivo por el que estamos aquí reunidos no es otro que el de impartir justicia, tanto a ojos de los hombres como de los dioses—. Se enderezó en toda su altura y levantó la barbilla, adoptando un porte regio e impertérrito—. Como bien sabréis, anoche intentaron matarme. El hombre que lo hizo, este hombre —dijo, señalando con un suave cabeceo a Herrøld, a quien habían postrado de rodillas—, asesinó a dos de mis skjaldmö y trató de hacer lo mismo conmigo.

Ante la mención de Nilsa y Skule, cuyos funerales habían tenido lugar al alba, varios lamentos llenaron el aire. Sus familias habían quedado destrozadas luego de recibir tan trágica noticia.

➀ Yggdrasil | VikingosWhere stories live. Discover now