Ella repiqueteaba con la punta de su tacón el suelo, inquieta, aunque más bien parecía impaciente, a pesar de que no fuera ella la que tuviera que hablar en aquel instante.

Salimos del ascensor en completo silencio y, antes de que pudiéramos siquiera dar un paso adelante, un hombre de grandes dimensiones y una mujer igual de fornida nos detuvieron, mostrando el logo de su camisa, que los identificaba como guardias de seguridad.

—Señoras —dijo él, calvo y dueño de una espesa y oscura barba que le aportaba un terrorífico aspecto de sicario de la mafia.

—Identificación, por favor —pidió ella, con la voz grave y con cara de pocos amigos.

—¿Por qué nadie me reconoce? —dramatizó Sabine, como la última vez, indignada, mostrándole la tarjeta que le había dado el recepcionista con evidente desgana.

Yo hice lo mismo, aunque sin decir ni una sola palabra.

Ambos nos dejaron pasar, aunque no sabíamos a dónde dirigirnos, pues el pasillo era largo y no parecía indicar en ningún lugar dónde se encontraba su despacho.

—Solamente hay una sala, no hay pérdida —indicó la guardia de seguridad, cruzándose de brazos a la vez que nos observaba.

Asentí con la cabeza a modo de agradecimiento, agarrando el ámbar de mi collar como costumbre.

El guardia frunció el ceño.

Seguí a Sabine hasta llegar a la única puerta en todo el piso, de robusta madera que se ajustaba a la perfección al marco, sin dejar ni un solo espacio con la pared.

Ella tomó la iniciativa, abriendo la puerta sin siquiera llamar, y entró en la estancia con la cabeza bien alta.

Yo la imité, siguiendo sus pasos hasta llegar al sillón en el que hacía algo más de diez meses me había sentado por primera vez, el día de la muerte de Narcisse Laboureche, el viejo maleducado que me había echado sin darme siquiera una oportunidad. Y allí estaba yo, a por la tercera.

—No puedo creer que lleves tanta parafernalia en el cuerpo, niña —indicó Sabine, mirando fijamente mi colgante con evidente fastidio.

Lo oculté con mi mano, esperando no estar pareciendo una loca.

—Son amuletos. Siempre viene bien una ayuda extra —murmuré, abrazándome a mi bolso.

Ella arqueó las cejas, parcialmente ocultas por la gruesa montura de sus gafas graduadas.

Su mirada cayó de pronto en mi Birkin, para el que había estado ahorrando unos cinco años y el cual se hayaba en mi poder al fin, aunque, evidentemente, ella ya tenía el suyo. Lo que le sorprendió, aparentemente, fue que mi mano se introdujera en el bolso para agarrar mi herradura ligera, uno de los tantos objetos que llenaban el Birkin totalmente prescindibles para alguien normal.

En un descuido, Sabine Delacroix me arrancó el bolso de seis mil euros como si fuera una bolsa de supermercado. Casi me dio un síncope.

—Oh Dios mío —dije, aunque bien podría haber salido de su boca.

No tardó demasiado en vaciar el interior de mi más preciado tesoro sobre la mesa de cristal de Narcisse Laboureche, descubriendo mi falsa pata de conejo a modo de llavero, la gran herradura plateada que ocupaba gran parte del reducido espacio del bolso y la llave antigua que compré en e-Bay que prometía ser la de la puerta principal a uno de los castillos más antiguos de las Highlands de Escocia, lo que era bien sabido que evitaba a toda costa el mal augurio.

Me apresuré a recuperar el Birkin e intenté pasar por alto sus comentarios de lo muy obsesiva que era con los amuletos, porque yo ya lo sabía.

Quise recuperarlos, aunque ella me lo impidió, colocando un brazo frente a mí para evitar que continuara con mi recogida.

Querido jefe NarcisoWhere stories live. Discover now