━ 𝐗𝐋𝐕𝐈: Te lo prometo

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En tanto Ubbe se situaba delante de otro mueble sobre el que había una jarra y una palangana de bronce, Drasil avanzó hacia la caótica mesa. Estudió el contenido de los pergaminos con minuciosidad, tratando de encontrarles algún sentido, pero todo cuanto pudo vislumbrar fueron trazos y símbolos extraños.

—Son mapas. —Le oyó decir al guerrero desde la otra punta de la carpa—. Representaciones del territorio sajón —se apresuró a aclarar debido a la confusión de la muchacha, que había arrugado la nariz en un tierno gesto. Los habían encontrado en el castillo del rey Ecbert, junto a otras muchas cosas que podrían serles de utilidad mientras estuviesen en Inglaterra—. Las líneas simulan los límites entre las diferentes regiones. Y los símbolos son letras —continuó diciendo al tiempo que vertía un poco de agua en el cuenco de metal.

Drasil deslizó una mano por uno de los papiros, fascinada.

—¿Letras? —repitió con la ignorancia de un niño pequeño. Garabateó uno de esos símbolos con el dedo índice, siguiendo las líneas de tinta. Todos ellos estaban pulcramente bosquejados. Jamás había visto nada semejante.

Ubbe sonrió ante su curiosidad.

—Son como nuestro alfabeto rúnico. —Se aproximó a la mesa y depositó la palangana, ahora llena, en su superficie, en la única zona que estaba libre de cachivaches—. Juntas forman palabras —explicó—. En realidad, nuestras lenguas no son tan distintas, ya que los sajones descienden de anglos y jutlandeses que llegaron aquí hace cientos de años. Se trata más bien de pronunciar las cosas de manera diferente. —Se encogió de hombros con naturalidad.

La hija de La Imbatible lo observó con una ceja arqueada.

—¿Intentas impresionarme, Ragnarsson? —bromeó ella, guasona.

El susodicho carcajeó.

—¿Acaso no lo he hecho ya, escudera? —contestó él en el mismo tono.

Drasil se mordisqueó el interior del carrillo, tratando de reprimir la sonrisa que pugnaba por formarse en su semblante. Atrás habían quedado la amargura y la desazón que la habían asolado a raíz de su desencuentro con Aven, ese cúmulo de sensaciones discordantes que la habían hecho romper en llanto tras abandonar la taberna en la que había tenido lugar aquel desafortunado episodio. Había apartado todos esos sentimientos negativos para centrarse únicamente en la paz y el sosiego que la embargaban cuando estaba con Ubbe.

—Puede. —Ahora fue ella la que se encogió de hombros. De nuevo, el caudillo vikingo sonrió de esa forma tan suya que siempre conseguía robarle el aliento. Apenas un instante después, le vio meter un trapo en el cuenco, a fin de limpiar la sangre de sus nudillos—. Espera. Déjame a mí —indicó, justo antes de posicionarse frente a él.

Ubbe se dejó hacer. Se recostó sobre el borde de la mesa y permitió que Drasil tomara su mano —aquella con la que había golpeado al aprendiz de herrero— entre las suyas, que eran cálidas y algo ásperas. La castaña apretó los labios en una fina línea al reparar en la notable hinchazón que rebordeaba las heridas. Acarició la zona con suavidad, arrancándole un siseo al chico.

—¿Te duele mucho?

Ubbe negó con la cabeza.

—No es nada —la tranquilizó, restándole importancia al asunto.

Drasil suspiró. De manera inconsciente desvió la mirada hacia su propia mano, concretamente hacia las costras que recubrían sus maltratados nudillos. Todavía podía sentir la dura piedra raspando su epidermis y abriendo su carne.

—No debiste caer en sus provocaciones —articuló ella. Cogió el paño, lo escurrió para librarlo del exceso de agua y, con sumo cuidado, comenzó a frotar la piel ensangrentada—. Era justo lo que quería. —Alzó el rostro hacia el primogénito de Ragnar y Aslaug para poder ver su expresión.

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