Capítulo 5: Café y letras.

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        Hacía un mes que no la veía. Lo había ocupado dibujando, subiendo a la azotea a escuchar vinilos y dándome de cabezazos contra la pared.

        Hasta entonces nunca había sentido la necesidad de estar con alguien que apenas conocía, de dedicarle todos mis días. Por eso me sentía tan confundido con respecto a Pinkie. Ella parecía ser un alma libre; había llegado hasta aquí por su cuenta y daba la sensación de que se marcharía cuando quisiera -si es que no se había marchado ya-. Mientras que yo era incapaz de separarme más de dos palmos de este pueblo que tanto me gustaba.

        Lo cierto era que yo no tenía aspiraciones en la vida. Quiero decir, quería estudiar, sacarme una carrera, conseguir un trabajo y vivir como buenamente pudiese. Todo en Asturias. Nunca había pensado en que la vida me depararía algo más.

        Me despedí de mis padres, que estaban sentados en el salón leyendo el periódico y desayunando, y salí de mi casa. Necesitaba aire.

        No tenía un plan definido para aquel día. Simplemente había decidido coger mi libreta negra, la cual llevaba siempre conmigo a todas partes, e ir a cualquier café para sentarme a dibujar.

        Mi pueblo se caracterizaba por una gran variabilidad de tipos de bares: los de fútbol (que eran el 90%), los de pesca (9,9%), y luego el que estaba escondido al final del pueblo, junto a uno de los acantilados, llamado "Café y Letras" (0.01%, si llega). Descubrí aquel bibliocafé un año atrás, en una de mis expediciones mensuales -que se habían ido desvaneciendo debido a mi vagueza y mi gusto por la rutina-. Era un local oscuro, amplio y con el interior cubierto de madera de roble. No había estanterías; los libros estaban colocados en entrantes que había en las paredes, y tan solo había una barra que se encontraba al fondo del local. Junto a las ventanas, por las que entraba poca luz a pesar de ocupar la mayor parte de las paredes, se encontraban sillones de terciopelo rojos separados por mesitas de café, donde la gente se sentaba para leer y mientras disfrutar de lo que habían pedido. Toda esa gente, en realidad, eran un anciano que ya apenas se sostenía por su cuenta y la camarera, que al carecer de clientes hacía buen provecho de su empleo.

        Había pasado mucho tiempo desde la última vez que entré allí. Pero aún así se conservaba igual, salvo por un detalle. Los libros seguían en su sitio, la camarera consumía su capuchino mientras leía a Nietzsche, el anciano conservaba sus fuerzas junto a las ventanas, leyendo un libro cuyo título no pude ver. Pero había alguien más, escondida tras una de las columnas cercanas a la barra. Estaba llorando en silencio, mientras escribía algo en un cuaderno.

        Era Pinkie.

        Deseé que no me hubiera visto, y me senté en uno de los sillones, a una distancia prudente de ella. Entonces la empecé a dibujar, en su forma más real, mientras lloraba y escribía. Debido a la poca luz del local su pelo parecía más oscuro, tirando a rojo cobrizo, y esta vez lo llevaba suelto. Sujetaba sus mechones tras las orejas, donde descubrí también que llevaba un piercing con forma de luna. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas, lentas pero firmes, y sus pestañas, tan largas que serían capaces de levantar mareas, estaban empapadas; se habían acabado hundiendo de tanto mar. La punta de su nariz se había enrojecido, y aquello favorecía a su pálida piel de porcelana. Sus labios temblaban levemente, y me di cuenta de que, al escribir, tensaba enormemente la mandíbula.

        Mientras trazaba todos aquellos rasgos que me parecían tan de otro planeta, ella se giró. Y me vio. Me sentí una golondrina.

        Debía acercarme, y eso fue lo que hice. Me senté en el sillón que ocupaba el otro lado de su mesita para el café. Ella había dejado de llorar, pero aún tenía los ojos enrojecidos.

        -Te estaba dibujando.

        Ella continuó con aquella expresión de miedo, de tristeza. No dijo nada, y yo no sabía cómo continuar.

        -¿Te importa si lo termino? -señalé a mi libreta. Pinkie no podía ver el dibujo, pero asintió, sin dejar de mirarme-. Puedes seguir llorando.

        Ella volvió a asentir y las lágrimas comenzaron a brotar de nuevo de sus preciosos ojos. Bajo aquella luz, parecían diamantes.

        Mientras terminaba mi boceto volví a dirigirme a ella:

        -Entonces, ¿sabes llorar a propósito?

        Y por primera vez aquel día, ella entreabrió los labios y susurró su respuesta.

        -No. Sé dejar de llorar a propósito.

        Minutos después le entregué el dibujo. Dijo que le gustaba, e hizo un gesto para devolvérmelo pero le pedí que se lo quedara. Salimos del local juntos, muy cerca el uno del otro, y las lágrimas no abandonaban sus mejillas.

        -¿Por qué lloras? -ella negó con la cabeza.

        -No lo recordarías.

        -¿Recordar el qué?

        Volvió a hacer un gesto de negación y siguió caminando.

        -¿Qué puedo hacer para que te encuentres mejor, Pinkie...?

        Ella se paró en seco y dejó de llorar. Su expresión dejó de ser de tristeza para convertirse en impotencia y rabia.

        -No sabes nada, A. No tienes ni la más mínima idea de lo que hago aquí, ni por qué he venido, ni por qué me has encontrado. Piensas que esto es el destino, ¿verdad? Sencillamente aparecí un día y me dejé ver, como si hasta entonces hubiera sido un gato negro escondido entre las sombras. Te equivocas tanto -sollozó-. Y sólo porque no te acuerdas. De mí. De Nebraska.

        Estaba confuso. No sabía a lo que se refería. ¿Qué coño significaba todo aquello?

        -No lo entiendo, ¿de qué no me acuerdo? ¿Por qué has venido? ¿Nos hemos visto antes?

        Hundió el rostro en sus manos y respiró hondo. Cuando me volvió a mirar, ya no parecía la misma persona. Entonces era fría, distante, y sus ojos eran hielo.

        -Se acabó, Al.

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