Capítulo 2: Pinkie.

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El mar siempre me había gustado, quizás porque, de alguna forma, tenía el mismo carácter que yo: casi siempre se mostraba tranquilo, no había una tarde que se perdiera la puesta de sol y además era desconocido en su mayor parte.

        De pequeño siempre me pregunté que sería aquello que se escondía en lo más profundo del mar de Asturias. Solía fantasear con que por allí navegaban barcos mercantiles y en algún momento se habían caído por la borda joyas, oro o riquezas. O quizás el fondo marino estaba cubierto de botellas de Vodka que los bucaneros borrachos osaron llenar con sus cartas de desamor para después arrojarlas por la proa.

        En cualquier caso, por muy misterioso que me hubiera resultado el mar hasta entonces, no fue nada en comparación con Pinkie, "la pelirrosa". La mañana siguiente de haberla visto salir de la estación -aquella noche la pasé durmiendo en mi azotea-, pude verla claramente desde allí caminando sola por la calle, con su llamativo pelo recogido de nuevo en una coleta y una bolsa repleta de pan en la mano.

        Era sábado. Siete y media de la mañana. Segundo día de vacaciones. Y yo no tenía otra cosa que hacer que averiguar hacia dónde iba.

        Bajé velozmente las escaleras de mi edificio, dando por hecho que nadie subiría hasta el ático para robarme el saco de dormir, el tocadiscos y mis vinilos de Hawk, y corrí por la calle hasta situarme a unos metros de ella. Caminaba con decisión, pero sin rumbo. De tanto en cuando giraba la cabeza levemente hacia un lado, como si quisiera escuchar algo con atención. También se paraba para mirar a los pájaros volar de un lado a otro, y cuando observó a una pareja de golondrinas revolotear en el aire, haciendo un baile que nunca antes había visto, no hizo otra cosa que sonreír y aplaudir como una niña.

        Aquella vez fue la primera que vi su sonrisa. Y ya no fue solo su increíblemente irresistible boca, ni sus ojos azules mar brillando a la luz de la mañana, ni su amplia sonrisa mientras contemplaba un fenómeno digno de admirar.

        No fue solo eso, sino que fue toda ella. Ella cuando dejó de mirar hacia el cielo y se dio cuenta de que la estaba observando, ella cuando me miró inquieta y más tarde extrañada de que estuviera ahí parado, como un imbécil, mirándole como ella me miraba a mí pero con un sentimiento en el pecho diferente. No fue hasta un par de segundos después que me di cuenta de que me había calado.

        -Eh... ¿Hola? -dije, confundido, no sabía qué se suponía que tenía que decir.

        Se acercó a mí rápidamente hasta estar a apenas dos palmos. Y entonces me tapó ambos ojos con sus manos, cubiertas con unos guantes de lana -por Dios, yo iba en pijama y me moría de calor- y acercó sus hermosos labios hasta situarlos junto a mi oreja izquierda.

        -No has visto nada. No me has visto. No has visto a las golondrinas. ¿Entendido? -apartó sus cálidas manos, y me miró directamente a los ojos. Yo parpadeé.

        -Claro.

        Creo que no se sintió satisfecha con mi respuesta, porque me cogió de la mano y me arrastró a paso rápido hasta una colina que se encontraba a un par de calles de mi edificio. Allí solo había multitud de árboles de hojas marchitas y un parque para niños. Zigzagueó entre la vegetación hasta llegar a una parte de la colina que yo no había visto nunca. Había llegado allí el día anterior y ya se conocía mejor mi tierra. Apartó unas cuantas hojas de la pared y descubrió un agujero en esta, al que lanzó su bolsa del pan.

        -Tampoco has visto esto.

        Asentí con la cabeza, tras lo cual ella volvió a colocar las hojas en su sitio, y nos sentamos en el suelo, frío, y lleno de malas hierbas.

        -¿Y bien? -preguntó, mirándome.

        -¿Y bien, qué? -negó con la cabeza y chasqueó la lengua.

        -Y bien, a) qué narices hacías mirándome, b) quién eres y cómo te llamas.

        Supuse que aquella era una forma extraña de preguntarme por mi nombre y mi intrusión a su intimidad, así que no tuve otra opción que responderla.

        -Soy A.

        -¿Y?

        -Simplemente te vi mirando a las golondrinas y no pude evitar que me pareciera extraño. O, bueno, no, ese no es el adjetivo. Hm, diferente, sí; diferente.

        -Verás, A. -me llamó la atención que no me preguntara por mi nombre completo, la gente siempre lo hacía. Y el caso es que a mí nunca me había gustado-, hay personas que no van en la dirección que sigue el viento. Que, cuando se encuentran en medio de un parque y todas las hojas vuelan de un lado a otro, los columpios se mueven y los árboles se zarandean, ellos se quedan ahí quietos, sin que ni un mechón de pelo cambie su posición. Hay personas que no siguen la corriente, y que viven en una burbuja diferente a la del resto del mundo. Yo soy una de esas personas; nunca me vas a ver pasar de largo a una pareja de golondrinas, nunca me verás sin el pelo rosa y nunca, nunca, nunca me oirás hablar de algo irrelevante y que solo sirva para llenar un silencio. Porque los silencios son bonitos, A., como las golondrinas, y como el rosa. Y como la poesía, el invierno, y madrugar cualquier día como este, a las cinco de la mañana. Y las cosas bonitas hay que saber vivirlas.

        Medité durante unos segundos su discurso. No sé qué quiso decir con todo aquello, ni qué era lo que esperaba que yo respondiera, así que dije todo lo que se me ocurrió:

        -¿Cómo has dicho que te llamabas?

        -Pinkie, puedes llamarme Pinkie.

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