—Por supuesto. Si me permite ver la carta —pidió, bajando de nuevo la mirada a mi colgante, bastante grande para llevarlo en el día a día. Había un escorpión real y fosilizado allí dentro.

Rebusqué en mi bolso mi preciado sobre y, justo cuando lo encontré, lo dejé sobre el mostrador, sin temblar siquiera un poco. Nunca había estado más segura de nada en mi vida.

El recepcionista comprobó lo que le había entregado y observó la pantalla de su ordenador antes de darme el visto bueno, devolviéndome la carta acto seguido.

—Duodécima planta, la están esperando.

Sonreí a modo de agradecimiento, rodeando el pesado ámbar de mi cuello con mis dedos antes de darme la vuelta.

Era viernes trece, el gato negro había dormido frente a mi portal y había abierto mi nuevo paraguas en el interior de mi edificio y, gracias a la increíble magia de mi colgante, nada había pasado en mi contra, si pasábamos por alto el ataque de histeria de Gabrielle Bertin.

Con firmeza me dirigí hacia uno de los tres ascensores de paredes de cristal, los cuales, ajetreados, delataban el estilo de vida de aquellos que trabajaban en la mayor y más prestigiosa empresa en todo el estado.

Apreté el único botón accesible, juntándome con la fila de hombres y mujeres vestidos con extravagantes y coloridos trajes, destacando por mi extraña indumentaria, consistente de mi habitual y soso uniforme del trabajo y mis inseparables botines de serpiente, tan preciados como el collar que decoraba mi desnudo escote.

Entré junto a seis de los trabajadores, los cuales cuchicheaban sin parar en un agradable tono lejos de resultar incómodo para aquellos que tan solo podía oírles sin formar parte de la conversación, entre los cuales yo me incluía.

Conseguí llegar sana y salva al mencionado duodécimo piso, tan solo rodeada por dos de los seis hombres que me habían acompañado, que se despidieron de mí con un respetuoso movimiento de cabeza, sin decir ni una sola palabra.

Di el primer paso hacia una enorme sala cristalizada, de suelos de baldosas blancas de mármol de Carrara, sobre los que había exactamente cinco mesas de trabajo y todas, excepto una de ellas, ocupadas.

Había una mujer al frente, observando su reloj de pulsera antes de dirigir una severa mirada hacia mí, tal vez riñéndome por haber aterrizado en aquella sala a las dos y cincuenta y ocho de la tarde, dos minutos antes de lo previsto.

Tragué saliva, sin atreverme a hablar por primera vez, aunque no hizo falta, pues, en menos de un segundo, todos los presentes en la sala se giraron hacia mí.

Mi corazón iba a estallar. Sabía quiénes eran aquel regio hombre y aquella soberbia mujer de las esquinas y también la chica menuda y de cabellos rizados que se encontraba en la mesa contigua a la de aquel desconocido chico de rasgos asiáticos, el cual analizaba mi vestimenta con determinación, probablemente ofendido por mi aburrido estilo laboral.

La mujer que me había advertido en un primer momento dio un paso al frente, analizando cada una de las partes de mi rostro, antes de esbozar una enorme y agradable sonrisa que hizo temblar todo mi cuerpo.

—Señorita Tailler, la estábamos esperando —dijo, en un tono afable, a la vez que señalaba aquella mesa entre la del joven asiático y la de la mujer de la esquina, quien, sin lugar a dudas, era Sabine Delacroix, la candidata favorita de la Modern Couture para ocupar el puesto de Selecta, directa de los talleres de Chanel.

Me dirigí sin rechistar a mi lugar, no sin antes echarle un vistazo a Henri Gauguin, la mano derecha del director creativo de Dior y favorito en las apuestas de Twitter a pesar de su poca experiencia en el taller de costura.

Oh Dios mío, nunca había visto a tanta gente importante en una sola sala.

Tampoco pasé por alto la presencia de Frances Humbert, una de las candidatas de la Haute Runway para el puesto de diseñadora en Laboureche, empleada y amiga personal del ya fallecido Óscar de la Renta, uno de mis mayores referentes en el mundo de la moda.

El chico asiático me dirigió un indicio de sonrisa cuando mi mirada cayó sobre él, totalmente desinteresada por su presencia, pues ni su fino rostro ni su atractivo estilo bohemio me resultaban dignos de admirar.

Estaba en una misma habitación con Sabine Delacroix, Henri Gauguin, Frances Humbert y la única persona a la que todavía no me había dedicado a apreciar y que seguía frente a mí, sonriendo como su propio hermano no había sabido hacer la primera vez que pisé aquel lugar.

Claudine Laboureche era agraciadamente esbelta y de una exuberante elegancia que centraban un gran foco de atención en su sola presencia. Llevaba el cabello corto a la altura de la mandíbula, completamente blanco y sujeto por una horquilla dorada acabada en una flor rojiza, del mismo tono que el que tenían sus labios maquillados, aunque su peinado era lo menos destacable de su impecable estilo clásico y moderno, consistente de una atrevida camisa de organza verde atada al cuello por un grandísimo lazo que ocultaba por completo su hombro y unos pantalones blancos, tan estrechos que dudaba que pudiera caminar.

Claudine era la hija de la fundadora de Laboureche, y también la hermana menor —muchísimo menor— de Narcisse Laboureche, el último director general conocido de aquella empresa. Ella había tomado el relevo de la dirección de los talleres y de los Selectos, todos ellos la mano derecha de aquella hermosa mujer, la cual, a sus ochenta y dos años, lucía increíble, muchísimo mejor de lo que lo hacía yo.

—Ahora que ya estamos todos, deberíamos empezar —afirmó Claudine, dirigiéndose hacia la puerta que había a su derecha, antes de abrirla y permitir que de ella salieran cinco muchachas, tres de ellas caucásicas y dos de rasgos africanos, que se colocaron frente a cada una de nuestras mesas, una chica por aspirante—. La primera prueba consistirá en medir a la modelo frente a vosotros para reproducir uno de los más influyentes diseños de Laboureche, el vestido de noche de perlas tan imitado a lo largo de los años, el cual estoy segura que más de uno tendrá a modo de boceto en sus diseños personales.

Asentí con la cabeza, poco segura de si debía corroborar aquel comentario, tan cierto como incómodo.

—Al final de esta prueba, uno de vosotros abandonará Laboureche para siempre. Recordad que esto no es un juego, sino una lucha por el mejor puesto de trabajo en el mundo textil existido hasta este mismo momento. Si queréis formar parte de los Selectos, deberéis trabajar y sudar como ellos para conseguirlo. La victoria, a partir de este preciso instante, está en vuestras manos.

Querido jefe NarcisoWhere stories live. Discover now