Interludio II: el chico del pozo sin fondo

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Mientras Cristian terminaba la primaria, entré al secundario. A ese infierno de escuela en la que sólo duré dos años. Compañeros horribles que me trataban como a una extranjera que no tenía derecho a habitar el mismo espacio que ellos. Lo pasé fatal. Sin embargo, conocí a Gastón L. en el instituto de inglés. En realidad entramos a la misma clase, pero comenzamos a tener apenas más contacto en el segundo año, donde se sitúa esta historia.

Yo tenía trece años, el auge de la preadolescencia, la edad del pavo y con razón: era una pava en todos los sentidos que se puedan imaginar. Y, por cosas de la vida que nunca voy a poder entender, comencé a encontrar "lindo" a Gastón. No es que fuera EL chico en la vida. No era el mejor de los estudiantes, no demasiado aplicado y con el tiempo simplemente se convirtió en un chico más, del montón. Uno del millón. Pero así pasó.

Me animé a contarle esto a una de mis compañeras, Maira, que casualmente se había hecho muy cercana a él en ese momento. Ella nos veía muy bien juntos y se propuso a que esto fuera a más. Aunque hablábamos con gran entusiasmo al respecto, yo no estaba tan segura. Digo, tenía apenas trece años. Apenas sí sabía cómo venían los bebés al mundo y me había hecho señorita. En algunos sentidos ya era grande, pero en la cabeza me faltaba bastante que aprender en términos emocionales.

Hay un muy acertado (e infravalorado) dicho: "no quemes etapas" y es completamente cierto. Por más que me haya "quejado" en la adolescencia de mi soltería, me di cuenta que no quemé etapas como otras chicas les pasó. A los trece se sigue siendo, en muchísimos sentidos, una niña. Algunas se desarrollarán más o menos según los casos, pero la cabeza es la de una criatura.

Sin embargo, seguíamos con el plan de Gastón aunque, con el tiempo, comencé a llamarlo "el pozo sin fondo" porque (momento de vergüencita ajena, quedan avisados) gasté plata - bastante y odio reconocerlo en este momento - en comprarle golosinas, alfajores e incluso Coca-Cola de litro sólo para que notara mi existencia. Ahora que lo pienso, él pudo haber sacado ventaja de lo que yo sentía en su favor y no me di cuenta.

Hasta Gastón nunca pensé en los sentimientos del otro. Es decir, nunca tuve en cuenta la posibilidad de una respuesta ante los sentimientos ajenos, de forma positiva o negativa. En mi mente, esos sentimientos se tenían que quedar así: en una forma de pensamiento. Desconocía lo que podría suceder más allá de la confesión.

Me di cuenta que Gastón se estaba aprovechando de mí el día que le pregunté si querría ser mi compañero para un exámen que, se suponía, era de a pares. Me dijo que sí a cambio de que le consiguiera una caja entera de cierta marcha de chicles que ya no existen. Era un dinero que, desde luego, no tenía y no podía pedírselo a mis padres sin una excelente excusa. Terminó haciendo el examen con Maira y yo con otra compañera.

Para cuando llegó el verano, me fui de vacaciones y me propuse firmemente olvidarlo. Por suerte, pude, porque no lo vi durante el verano y se alejó de mi grupo de amigos de inglés. Seguí manteniendo contacto cordial pero ya no era lo mismo. En parte sentía que ya no me podía controlar y por otro lado, no me sentía débil estando él cerca.

Sin embargo mentiría si dijera que eso no fue, en parte, una desilusión. Digo, era un chico que parecía genial, pero con la madurez y la cabeza fría me di cuenta que, realmente, no lo conocí. Pero era chiquita y esas cosas pasan. Realmente en la edad adulta, no pasa que conocés a alguien, te enamorás y ya amás todo del otro. Si fuera así, las cosas serían fáciles. Ojo, no digo que no existen los flechazos (después les cuento uno que... mamita querida) pero, verdaderamente esta fue la moraleja de la historia: no sentís nada por otra persona sin conocerlo bien. La moraleja de "no te enamores de un boludo que se aprovecha" viene más tarde, tranquilos. 

Enamorarse: a veces sale malحيث تعيش القصص. اكتشف الآن