Capítulo 2

326 62 144
                                    

Recorrió la explanada con la mirada y se aproximó a la casa más cercana. Habían tendido la colada recientemente. En las cuerdas había colgadas numerosas prendas de las que iban cayendo gotas, formando pequeños charcos en el suelo. Entre aquella ropa encontró una camisa blanca y unos pantalones anchos. Los descolgó, ya estaban prácticamente secos, y caminó hacia el roble.

Se vistió con sus nuevas ropas, le quedaban perfectamente y se sentía más libre y ligera que con su pesado vestido. Se escondió el collar dentro de la camisa. Todas las princesas tenían uno con el escudo de su reino que indicaba su clase social.

Se sentó a comer a la sombra del gran árbol, de su morral sacó un trozo de pan y una pata de conejo que había cogido de la cocina. Estaba cansada y la cabeza le daba vueltas, todavía no podía hacerse a la idea de los últimos acontecimientos vividos. Bebió de su odre, el agua todavía se conservaba fría.

Ahora tenía que esconder el vestido, no podía dejar pistas. Antes decidió arrancar con su daga de plata las perlas que lo adornaban. Después cavó un agujero con sus manos, arrugó el vestido haciéndolo una bola y lo enterró. Al terminar le dolían las manos y las tenía sucias de excavar, nunca antes había experimentado algo así. En un segundo su vida entera se había desmoronado. Ahora tenía que correr a esconderse lejos. Si aquel que se hacía pasar por Sar se daba cuenta de que no estaba en el castillo, mandaría a toda la guardia real tras ella.

Se levantó y decidió dirigirse hacia las montañas, el camino no era especialmente difícil pero debía esquivar todas las aldeas, nadie podía saber que se había escapado. Se cubrió el rostro con la capucha de su capa y empezó a andar.
El viaje fue tranquilo sin ninguna incidencia hasta que se cruzó con un niño. Tenía la ropa hecha jirones y estaba perdido en medio de aquel bosque. Su pelo y su cara estaban sucios y tenía los brazos y las piernas llenos de magulladuras. Seguramente había tropezado con las piedras y arbustos que crecían en el camino.

—¿Estás perdido? —preguntó Lema, sin descubrirse la cara.

—Sí —gimoteó el niño—. Esta mañana salí a por moras y ...

Él pequeño rompió a llorar. Por su cara resbalaba un torrente de lágrimas. La joven se compadeció de aquel muchacho extraviado.

—Tranquilo, yo te ayudaré —el chico dejó de llorar—. ¿Dónde vives?

—En la aldea más próxima a las montañas —dijo secándose las lágrimas.

Caminaron juntos por el sendero, el silencio de la noche cubría el bosque. La princesa escuchó el rugido de las tripas de su acompañante. Si aquel muchacho llevaba perdido desde por la mañana, debía estar muerto de hambre. Lema se detuvo y de su morral sacó el último trozo de pan que le quedaba. Se lo entregó al niño, que le dio las gracias y lo devoró en un santiamén. Esto lo ayudó a continuar su camino pero no fue suficiente.

Al rato, el cansancio y el hambre se hicieron patentes en el pequeño que cayó de rodillas al suelo, exhausto. La joven le cogió entre sus brazos y cargó con él. Su camino estaba iluminado únicamente por la luz de la luna, hasta que unos espesos nubarrones cubrieron el cielo. Enseguida comenzó a llover, las gotas traspasaban su fina capa y la hacían tiritar de frío. Pero Lema, testaruda, continuó su camino. Estaba cansada, le dolían los brazos de cargar con el muchacho y apenas podía caminar, pero no era capaz de dejarlo allí, solo y perdido, en medio del bosque y en plena noche, con la lluvia calando su ropa.

Entonces, la princesa pudo ver el resplandor de las hogueras a lo lejos. Y sus ojos esmeralda brillaron alegres.
Caminó sin pausa hasta la pequeña aldea sin importarle que sus lujosos zapatos se hundieran en el barro. Allí había un notable revuelo, todos los vecinos estaban despiertos y buscaban algo con desesperación. Entonces una mujer, que tenía los ojos enrojecidos e hinchados de llorar reparó en ella.

El rey de MertaWhere stories live. Discover now