ANTES

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De pequeño, el niño soñaba con qué sería de mayor.

Quizá policía, o profesor. Vance, el amigo de mamá, trabajaba leyendo libros, y eso parecía divertido. Pero el chico dudaba de su capacidad; no tenía aptitudes. No sabia cantar como Joss, un niño de su clase. No sabia sumar y restar números largos como Angela. 

Apenas era capaz de hablar delante de sus compañeros, a diferencia del dicharachero Calvin. Con lo único que disfrutaba era leyendo páginas y páginas de sus libros. Esperaba ansioso a que Vance se los llevara, lo que solía ser una vez a la semana, en ocasiones más, otras menos. Había épocas en las que no aparecía, y entonces se aburría y releía las páginas gastadas de sus obras favoritas. Pero aprendió a confiar en que aquel hombre tan simpático siempre acabaría volviendo, libro en mano. Y el niño crecía y se volvía cada ves más inteligente, unos dos centímetros y un libro nuevo cada dos semanas.

Sus padres fueron cambiando con las estaciones. Su padre cada vez gritaba más y tenia peor aspecto; su madre estaba cada vez más cansada y sus sollozos inundaban el silencio de la noche y se volvían cada vez más intensos. El olor a tabaco y a cosas peores empezó a filtrarse en las paredes de la pequeña casa. Los platos sucios se desbordaban de la pila de la cocina, y el aliento de su padre apestaba a whisky. Con el paso de los meses, en ocasiones incluso llegaba a olvidar por completo el aspecto que tenia su padre.

Vance acudía cada vez con más frecuencia, y él apenas reparó en el modo en que los gemidos de su madre se transformaron por las noches. Había hecho amigos. Bueno, un amigo. Ese amigo se trasladó a otro lugar y ya no se molestó en hacer otros nuevos. Sentía que no los necesitaba, no le importaba estar solo.

Los hombres que se presentaron en su casa aquella noche cambiaron algo en lo mas profundo de su ser. Presenciar lo que sucedió a su madre lo endureció; lo transformó en una persona cargada de ira, y su padre se convirtió en un extraño para él. Poco tiempo después, aquél dejó de aparecer tambaleándose por la minúscula y mugrienta casa. Desapareció del mapa, y el chico sintió alivio. Se acabó el whisky. Se acabaron los muebles rotos y los agujeros en las paredes. Lo único que dejó atrás fue a un hijo sin un padre y un salón lleno de paquetes de cigarrillos medios vacíos.

El muchacho detestaba el sabor que le dejaba el tabaco, pero le encantaba el modo en que el humo inundaba sus pulmones y le robaba el aviento. Acabó fumándoselos todos, y después compró más. Hizo amigos, si se podía llamar amigos a un grupo de delincuentes rebeldes que le causaban más problemas que otra cosa. Empezó a salir hasta tarde, y las mentirijillas piadosas y las bromas inofensivas del grupo de adolescentes furiosos acabarían transformándose en actos más graves. Se convirtieron en algo más oscuro, algo que todos sabían que estaba mal, en el sentido más profundo de la palabra, pero pensaban que sólo se estaba divirtiendo. Creían que tenían todo el derecho del mundo a comportarse así, y eran incapaces de negarse el subidón de adrenalina que les causaba el poder que sentían. Tras cada inocencia que robaban, sus pulsos latían con más arrogancia, con más sed de causar dolor y menos límites.

Este chico seguía siendo el más blando de todos ellos, pero había perdido la conciencia que en su día lo hizo soñar con ser bombero o profesor. La relación que estaba desarrollando con las mujeres no era la habitual. Ansiaba su contacto, pero se protegía contra cualquier tipo de conexión emocional.

Esto incluía a su madre, a quien había dejado de decirle hasta el más simple "te quiero". Apenas la veía. Se pasaba la mayor parte del tiempo en la calle, y su casa pasó a ser sólo el sitio en el que recibía paquetes de vez en cuando, en los que aparecía una dirección del estado de Whasington escrita bajo el nombre de Vance como remitente.

Vance también lo había abandonado.

Las chicas se fijaban en él. Se abalanzaban sobre él, le clavaban sus largas uñas dejándole medialunas marcadas en los brazos mientras él les mentía, las besaba y se las tiraba. Después  de practicar el sexo, la mayoría de ellas intentaban rodearlo con los brazos, pero él las apartaba y les negaba sus besos y sus caricias. En casi todas las ocasiones se largaba antes de que ellas hubiesen recobrado el aliento. Se pasaba los días y las noches colocado en el callejón de detrás de la licorería o en la tienda del padre de Mark, malgastando su vida. 

Robaba botellas de alcohol, grababa vídeos manteniendo relaciones sexuales y humillaba a chicas ingenuas. Había dejado de sentir emociones mas allá de la arrogancia y la rabia. Al final, su madre dijo basta. Ya no tenía ni dinero ni paciencia para lidiar con su comportamiento destructivo. A su padre le habían hecho una oferta de trabajo en una universidad de Estados Unidos.

En Washington, concretamente, el estado en el que vivía Vance, en la misma ciudad, incluso. El bueno y el malo juntos en el mismo lugar una vez más.

Su madre creía que no lo estaba escuchando cuando habló con su padre sobre enviarlo allí. Al parecer, el viejo se había desintoxicado, aunque él no estaba seguro. Nunca lo estaría. Además, se había echado novia, una mujer a la que le tenía celos, ya que ella podía ver lo bueno de su nueva faceta; podía compartir las comidas sobrias y las palabras amables de las que él nunca disfrutó.

Cuando llegó a la universidad, se mudó a una casa de fraternidad. Lo hizo sólo por fastidiar a su viejo pero, aunque no le gustaba el lugar, en cuanto trasladó sus cajas a esa habitación con u tamaño bastante decente que sería solo suya, sintió una especie de alivio. El dormitorio era el doble de grande que el que tenía en Hampstead. No tenía agujeros en las paredes y no había bichos reptando por los lavabos del cuarto del baño. Por fin tenía un lugar en el que colocar todos sus libros.

Al principio se pasaba el tiempo solo y no se molestó en hacer amigos. Su pandilla se fue juntando poco a poco, y con ella volvió a caer en el mismo comportamiento oscuro.

Cuando conoció al doble de Mark, a su versión estadounidense, y eso lo hizo pensar que así era como se suponía que tenía que ser el mundo. Empezó a aceptar que siempre estaría solo. Se le daba bien hacer daño a la gente. Hirió a otra chica, como la anterior, y volvió a sentir esa tormenta eléctrica que ascendía y descendía por su espalda y que amenazaba con destruir su vida con su furiosa energía.

Empezó a beber tanto como su padre lo había hecho en su día, cosa que lo convirtió en el peor de los hipócritas.

Pero le daba igual, apenas era capaz de notar sensación alguna, y tenía amigos que lo ayudaban a olvidar el hecho de que no tenía nada auténtico en la vida.

Nada importaba.

Ni siquiera las chicas que intentaban llegar hasta él.



Antes de ellaWhere stories live. Discover now