ʟᴀ sᴏᴍʙʀᴀ ϙᴜᴇ ᴅᴇ ʟᴀ ɴᴀᴅᴀ ᴀᴘᴀʀᴇᴄɪᴏ́

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A pesar de que los problemas que lo mantuvieron estresado la última semana eran ahora de otro, Roni conducía peculiarmente ansioso. Trataba de concentrar sus pensamientos en el camino, las nubes o incluso la vieja canción de Creedence que sonaba en la estación de radio. Había sido pura casualidad que lograra sintonizarla: su viejo Jeep descapotable avanzaba por una ruta desierta, a través de cientos de kilómetros sin nada alrededor excepto la hierba verde de la zona.

«Deberías aprovechar a respirar el aire puro, nene. Las experiencias hacen al viaje, yo siempre lo dije, ¿no?».

Seguro su vieja abuela le estaría diciendo algo similar, tal vez con las palabras exactas, si estuviera en el asiento del copiloto en aquel momento. El tema era que él ya no era un simple muchacho, sino un vago que rondaba más de los cuarenta. Con una pelada que intentaba asimilar, un bigote —el que tanto su esposa quería que afeitara, a pesar de saber que mientras más rogara más se negaría— y una panza de tomador que crecía cada semana. Además, esa vieja llevaba muerta más de quince años. Pero le era imposible no recordarla cuando manejaba de camino a casa; a su casa, no a esa pocilga del que tanto estaba orgullosa su mujer de haber comprado para ellos.

Y aunque podía admitir que respirar la humedad del área por donde pasaba tendría que ser agradable, sus ojos no dejaban de dirigirse hacia la gaveta del auto. Ni siquiera sabía por qué tomó la decisión de comprarlos. Fue como un impulso. Llevaba tres horas manejando hacia su antigua casa, luego de un exhaustivo trabajo deshaciéndose de los errores que le permitieron a un impostor chantajearlo por una fortuna —que por cierto Roni no poseía—, cuando por fin divisó una estación de servicio a la orilla de la carretera. Se adentró en la playa para cargar el auto y estirar las piernas, e incluso movió un poco sus posaderas cuando nadie lo miraba.

Cuando entró al minishop a buscar café, el aroma a lavanda de los pisos recién lavados le provocó arcadas. Lavanda era el perfume favorito de su madre, y la muy zorra no le había dejado lindos recuerdos para preservar. Por eso tenía momentos en que obtenía razones para querer a su mujer. No era muy agraciada, es verdad, pero tenía carácter, siempre lo instaba a tomar una buena decisión, y sobre todo: el desinfectante del piso que compraba en el supermercado era de olor a pino, nunca de lavanda.

Intentando controlar sus ganas de vomitar, el hombre se dirigió hasta la cajera. Era una chica joven, entre veinte y veintitrés años, que miraba concentrada un programa en el monitor de treinta pulgadas. Uno de esos de supervivencia en donde dos personas se adentraban en la selva, por varios días, para vencer a la naturaleza como Dios los trajo al mundo. «La gente hace locuras por la plata», pensó. Roni carraspeó, pero la rubia detrás del mostrador ni siquiera giró a mirarlo.

—Eh, disculpame... —miró su nombre en la chaqueta marrón de la gasolinera—. Sandra, ¿Café?

—No queda.

Sandra lo observó por el rabillo del ojo, luego giró su cuerpo para pasar la vista de su cabeza a los pies con una mirada soberbia. Su acento norteño era relajado, casi cansino, arrastrando las consonantes cuando abría la boca. «Nnno queda». A Roni casi se le va la bilis a la garganta al intentar inhalar hondo para calmar sus nervios. Lavanda, cómo la odiaba.

—¿Nada de nada, estás segura? —inquirió, y Sandra levantó una ceja—. Porque en serio necesito algo de café, no puedo seguir manejando solo y en este estado.

—Señor, no hay café, ¿Necesita una nota por escrito? Lea ahí. —Apuntó con su brazo izquierdo a la máquina a mitad del pasillo tres.

Antes de llegar hasta ella, pudo leer un cartel impreso con letras grandes que resaltaba en ella pegado torcido: «NO FUNCIONA». Maldito día el que estaba teniendo, y ni siquiera sabía lo que le esperaba aún.

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⏰ Last updated: Nov 24, 2020 ⏰

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Trece relatos de horrorWhere stories live. Discover now