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De buenas a primeras, a  pesar del cambio, a pesar de lo silente y pasiva que se había tornado su  presencia, su ánimo no demostraba tristeza o enojo alguno

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De buenas a primeras, a pesar del cambio, a pesar de lo silente y pasiva que se había tornado su presencia, su ánimo no demostraba tristeza o enojo alguno.

Una curiosidad rígida y fría había tomado el lugar de su tan habitual impulso de engreimiento para, así, darle paso a un Caleb tan distinto al imaginado por nadie, excepto por Camille.

Aquella nueva metamorfosis no la había sorprendido más que la primera, solo la había enamorado más de lo que ella misma podía aceptar.

–Así lo soñé una vez –dijo en confidencias con sus amigas más cercanas; –Y verlo, tal cual, me tiene loca, perdida, sin remedio.

Pero las palabras de Nathaniel le venían a la memoria junto a lo que pudo entrever el día de la fiesta en la piscina. Furtivamente se topaba con la mirada de Caleb siempre atenta, siempre fija, siempre al pendiente del ir y venir de Jeremy, que no se apartaba nunca de Diana.

Furtivamente vigilaba también a Nathaniel, pero este dispuso su tiempo en atender únicamente a quien denominó, muy temprano ese día, su "dama dorada".

–Te dejaste engatusar por el guasón ese –dijo ella a carcajada tendida mientras Rosalinda, su mejor amiga, se sonrojaba avergonzada. –No te lo puedo creer.

–Es encantador. ¿Qué quieres que te diga?

Y se vio reflejada en ella. Recordó lo mucho que le costó aceptarse enamorada del ególatra engreído. Recordó también los dos años de cortejo que aquel, con insistencia titánica, llevó a cabo a pesar de los invariables rechazos.

Y le dio por reírse de sí misma más que de él porque ella, en su negación casi rotunda, moría por escuchar, por ver, por protagonizar el siguiente intento de Caleb para sacarle un 'si', uno que ella deseaba no sentir en la punta de sus labios, día tras día.

–Las cosas que hicimos...

–¡Las que hacemos y las que no hemos hecho también!

Permanecen quietos, distantes el uno del otro, casi siempre de espaldas, pero no esta vez. Sonríe y lo nota. Se sonroja y también lo nota. Su mirada no deja de buscar al que permanece del lado más lejano del patio, siempre poblando la banca bajo el árbol más viejo, más verde, más frondoso.

Le ha quitado todo cuanto deseaba quitarle, todo cuanto quiso para sí mismo y, a pesar de ello, no ha sentido todavía el desdén de la satisfacción. Parece haber olvidado por completo el significado de ser él mismo, el significado de su creciente popularidad y de su inflamada fama.

Algo ha perdido en el proceso.

–Esta raro –dice Nathaniel; –Deberías dejar de mirarlo tan seguido.

–¿Qué? Yo no...

–Ya te explicarás luego. Pero deberías disimularlo.

–¡Yo no estaba...!

–Como usted diga... PRÍNCIPE.

Su rostro vira a otra dirección, pero no su pensamiento. Sonrojado, intenta mantener la conversación en lo usual, pero le tienta la vista, le tienta la curiosidad que no termina de preguntarse sobre aquel que ha perdido todo, pero que luce tal y cual cuando llegó: tranquilo.

Y así permanecerá cada día por venir, uno tras otro, como si nada demasiado extraño o inusual hubiese ocurrido nunca respecto a sí mismo y la escuela.

Para Caleb, el príncipe derrocado ha existido demasiado en muy poco tiempo. Para el otro, su presencia ha sido, apenas, un accidente en el pasillo, algo fugaz borrado por el tiempo que le concierne.

–Es como si nada hubiese pasado –dice a media voz. Nathaniel vuelve la mirada y se topa con la sonrisa más despreocupada que ha visto jamás.

–¿Eso es lo que te molesta? –preguntó inquisidor.

–Ya te dije que yo no...

–¡Ya entendí!

Más a la distancia, en medio de una algarabía nada sutil, Jeremy sonríe con total despreocupación. El trío de lunáticos hacía de las suyas narrando, muy exagerados, sus desventuras pasadas haciendo un recuento de ellos mismos y consolidar a Jeremy como uno más del grupo.

También era una excusa con la que esperaban conocer algo más de él, del lugar del que venía, de la vida que vivió allá. Otro intento de borrarle la etiqueta de 'extraño', porque nunca lo sintieron de tal manera. Había sido tan claro con respecto a sí mismo que aquella palabra había perdido poder y significado.

–Dirán lo que quieran –expresó Louis, como revelando un secreto; –pero eso de "príncipe" te queda mejor a ti.

–Sabes que eso no me importa.

–¿Pero por qué? Yo me divertía un mundo viendo al tarado aquel muerto de envidia.

Rabia, envidia, celos. Tantas cosas que habían sentido en su contra, cosas que nunca entendió de dónde o por qué surgían. Cosas que parecían perseguirlo y, con tenaz insistencia, le sembraban culpas imaginarias. Siempre se libró de ellas sin siquiera moverse.

Caleb no había sido la excepción de la regla. Sobre todo, por el contrapunteo imaginario que llevó a cabo solo para llamar su atención, para hacerle volver la mirada que, sin problemas, supo mantener no solo lejos, sino también ignorante de cuanto empezaba a relucir de aquel imaginario.

El príncipe del cabello raro, el chico nuevo. Aquel que en el primer día disparó palabras pesadas frente a un profesor y salió tan limpio como entró. El delgado y pálido muchacho de frágil apariencia, el de ademanes estilizados y voz musical, había marcado un antes y después en la vida escolar de todos sin siquiera haber pensado en ello.

Ante él: el pelinegro. El ególatra, el engreído, el payaso, había trasmutado su presencia por la de otro muy distinto, por la de otro más callado, por la de un muchacho que lucha si esfuerzo por apartar la mirada de aquel a quien, sabe, ha derrotado en un juego sin jugadores.

Su enojo trajo celos. Sus celos le causaron luego envidia. De la envidia surgió un afán que, al pestañear, se convirtió en obsesión. Todo aquello, como un castillo de naipes, se vino abajo junto a todo su menú de venganzas y malos planes.

De la obsesión floreció, a ciegas, un algo que no quiere nombrar. Un algo al que le busca negarle el significado, aunque lo conoce por boca de otro. Y no lo quiere. No lo busca y no pretende tampoco hacerlo, pero lo hace.

Lo hace cuando está en el patio, cuando alza la mirada y, sin esfuerzo alguno, lo descubre, lo escudriña sin nociones, sin intenciones.

Está la idea, la de Nathaniel, zumbándole esa palabra que no quiere confirmar. La única realidad que conoce desde siempre le ha dicho, porque así ha querido, que él y solo él es el centro. Pero ahora se debate su propio y vacío argumento.

Camille es su todo, el centro de su centro, y siente culpa por desviar la mirada. Ahora la cuestión es otra. Lo que quiere, también. Y siendo tan mal perdedor, no puede aceptar haber perdido, también, por mano propia. Hasta él mismo ha perdido la noción de su propio significado.

 Hasta él mismo ha  perdido la noción de su propio significado

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