━ 𝐗𝐗𝐗𝐈: Malos presagios

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Una peligrosa línea de fuego impidió que los beligerantes cruzaran al otro lado. Algunos de ellos no tuvieron los suficientes reflejos para apartarse antes de que las llamas comenzaran a extenderse. Sus gritos agónicos fueron música para los oídos de Lagertha, que no pudo evitar sonreír con satisfacción.

El resto, por el contrario, recibió una muerte mucho más dulce y piadosa. Las flechas no tardaron en abatir a todos aquellos que no habían sido víctimas del fuego. Tan solo uno de ellos quedó con vida. Un único hombre al que la rubia ordenó no matar para así poder sonsacarle información, datos jugosos que les permitirían descubrir quién andaba detrás de aquellos atentados.

Como cabía esperar, al principio el sujeto se negó a hablar. Aunque sus pocas ganas de colaborar no duraron mucho, y es que Lagertha podía ser muy persuasiva cuando se lo proponía. Sus métodos de tortura, aderezados con la captura de la esposa de aquel pobre desgraciado, bastaron para que este, cuyo nombre era Egil El Bastardo, se dispusiera a hablar.

Grande fue la sorpresa que se llevaron todos los presentes al enterarse de que quien había orquestado aquel ataque había sido nada más y nada menos que el rey Harald Cabello Hermoso. Pronto las piezas empezaron a encajar, puesto que alguien como Egil, un simple bastardo, no contaba con el poder ni los recursos suficientes para reclutar a todos aquellos hombres y mujeres. No era conde —sino el hijo ilegítimo de uno—, ni tampoco gobernante, de modo que él no podía haber sido el cabecilla.

Tan solo alguien como Harald habría sido capaz de maquinar algo así. Porque el monarca de Vestfold siempre había tenido puestas sus miras en Kattegat. Desde que Ragnar se había hecho con el trono, transformando aquella humilde aldea en uno de los puestos comerciales más importantes de Escandinavia, lo había ambicionado. No en vano su mayor sueño era convertirse en rey de toda Noruega, tal y como se había encargado de pregonar en incontables ocasiones.

La rabia y la frustración que le generó a Lagertha la confesión de Egil fue motor suficiente para que no tuviera piedad con él. Ordenó su decapitación inmediata, a pesar de los llantos y las súplicas de su dócil esposa, a quien la rubia advirtió de que, como volviera a verla por allí, correría el mismo destino que su amado.

El siguiente mandato de la soberana, tras la ejecución de Egil, fue que retiraran los cuerpos de las calles. Los cadáveres de los asaltantes serían incinerados a la mañana siguiente, sin liturgias ni ceremonias previas, mientras que los cuerpos de aquellos que habían fenecido protegiendo el reino serían entregados a sus respectivas familias para que estas pudieran llorarles en la intimidad de sus hogares.

No fue hasta al caer la noche que Kaia tuvo la oportunidad de reunirse a solas con Lagertha, quien se empeñó en curarle la herida del brazo. La misma que le infligió el hacha de aquel indeseable que había estado a punto de arrebatarle la vida a Astrid.

Debido a la insistencia de la rubia, La Imbatible no pudo negarse, por lo que se dejó hacer. Lagertha la arrastró hacia uno de los sillones con los que contaba la estancia, aquel que quedaba frente a la rudimentaria chimenea, y la instó a que tomara asiento, para después hacer ella lo mismo. Las dos se mantuvieron silentes durante los primeros minutos, observando el vaivén de las llamas, hasta que un esclavo les trajo todo lo necesario para realizar las curas pertinentes.

Sin articular ni una sola palabra, Kaia deslizó hacia abajo la manga izquierda de su camisa, lo justo para dejar al descubierto el enorme corte que abarcaba todo el ancho de su brazo. Un siseo de molestia se escabulló de su garganta cuando los dedos de Lagertha rozaron la piel circundante al tajo, que permanecía enrojecida y ligeramente hinchada.

Hacía horas que la herida había dejado de sangrar, de manera que la reina procedió a limpiarla con un trozo de tela y un poco de agua. No era muy profunda, así que no necesitaría puntos de sutura, lo que supuso un alivio para las dos.

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